La crisis originada por el caso Ayotzinapa vino a ahondar el proceso de ruptura de la confianza ciudadana en el gobierno y los políticos. Los niveles de distanciamiento de los mexicanos con respecto a la política y sus actores institucionales ya eran muy elevados antes del 26 de septiembre, cuando ocurrieron los trágicos hechos de Iguala.

Una encuesta de Parametría de agosto, un mes antes de la desaparición de los normalistas de Guerrero, ya registraba señales de alarma: 49% de los mexicanos rechazaba la manera como el presidente Peña Nieto venía realizando su trabajo. No quisiera pensar en el saldo que en este momento arrojaría un estudio de opinión pública, pero es casi seguro que el Ejecutivo se encuentra en su punto más bajo de popularidad desde diciembre de 2012, cuando asumió el cargo.

Ésta no es una buena noticia, sobre todo, en un país profundamente presidencialista, donde el Jefe del Ejecutivo federal ocupa el lugar más alto en la pirámide de poder. Un presidente legítimo y fuerte es factor de gobernabilidad y de confianza en las instituciones, alínea voluntades, genera cohesión en el marco de una democracia plural y de una sociedad diversa. La ausencia de liderazgo abre un vacío que se llena con incertidumbre sobre la existencia de un mando y genera vacilación en la hoja de ruta para el futuro del país.

Por su parte, la partidocracia no ve esta crisis como un imperativo para rehacer sus agendas, para revisar a fondo su quehacer sobre principios de ética y buen gobierno. Para ellos es una simple coyuntura para hacer cálculos político-electorales con vistas a 2015. Han dado  muestra de su miopía y falta de compromiso con la democracia. Sus silencios lo dicen todo.

Las protestas han alcanzado un tono de violencia preocupante, no sólo porque existe al parecer una estrategia bien articulada para generar inestabilidad política, como lo ha afirmado Peña Nieto, sino también porque estamos ante una honda desconfianza de la sociedad en lo público, donde los ciudadanos tenemos muy pocos instrumenos y deseos de participación, más allá del voto que es algo coyuntural, para incidir en el rumbo de los asuntos de poder.

No supimos leer a tiempo los datos de la realidad social. Todas las encuestas revelan desde 2001 un profundo y creciente rechazo de los mexicanos con respecto a las autoridades gubernamentales de todos los niveles, la política y los partidos, el Congreso, los jueces, las policías. Existe un desencanto con respecto a la efectividad de nuestra democracia para resolver los asuntos que más le preocupan a la ciudadanía: la economía, el empleo, la movilidad social, la seguridad, la corrupción, la ausencia de un Estado de derecho.

Los estudios demoscópicos pasaban por el escritorio de los burócratas y políticos como simples datos estadísticos, pero no constituían un llamado de atención sobre la crisis de representación política que se estaba incubando y sobre los riesgos que ello implicaba para la gobernabilidad, la estabilidad de las instituciones, la paz social. Las encuestas advertían de un alto potencial de indignación y contestación ciudadana que los responsables de conducir la cosa pública desdeñaron. Ayotzinapa fue el parteaguas, y hoy estamos pagando las consecuencias.

Revertir esta crisis de legitimidad y rehacer la confianza de los ciudadanos se prevé como una tarea sumamente complicada.

Tenemos a un Presidente débil, asediado por una opinión pública nacional e internacional. Pierde la confianza de los inversionistas y siembra dudas sobre el aterrizaje de las reformas estructurales; y enfrenta el evidente fracaso de una política económica que no está dando resultados porque los pronósticos de crecimiento siguen a la baja.

Ayotzinapa es una ventana de oportunidad para generar grandes cambios a favor de la democracia y de la construcción de un país sustentado en la legalidad y la justicia. México ya no puede ser el mismos, nosotros no podemos ser los mismos pasivos de antes.

El gobierno y la partidocracia tienen que hacer su tarea, pero también nosotros, los ciudadanos, a través de una intensa, activa, deliberativa y comprometida participación cívica. Necesitamos abrir espacios para pensar en todos.