El periódico El País de España califica este 2020 ni más ni menos que como “un año maldito”.
Un año marcado por la pandemia de SARS-CoV-2 producto de “un minúsculo meteorito que impactó en Wuhan (China) y que transmitió su capacidad de destrucción a la velocidad de un rayo hasta el último rincón del planeta”.
Tiene toda la razón: no lo vimos venir, no estábamos preparados y hemos pagado nuestra soberbia con más de un millón 700 mil muertos y el colapso de nuestras economías.
Nos creíamos a salvo en nuestras sociedades hiperprotegidas contra otro tipo de riesgos que considerábamos inminentes: ciberataques, conflictos armados, terrorismo, desastres naturales derivados del cambio climático, migraciones masivas, colapsos financieros, etc. y no lo vimos venir. La pandemia nos mostró de nuevo nuestra debilidad humana.
Fue algo que llegó intempestivamente, pero que ya era posible prever, producto de la irrazonable depredación de los ecosistemas, de la invasión de hábitats naturales donde residen patógenos que desconocemos y que, cuando migran a las sociedades humanas, son capaces de provocar tragedias como la que hoy estamos viviendo.
La pandemia ha concentrado la agenda informativa y ha puesto en jaque a la comunidad internacional poniendo en entredicho todo lo construido hacia atrás: nuestras fortalezas económicas, la solidez y cobertura de los sistemas de salud, la cohesión de nuestras sociedades y la gobernanza de nuestras instituciones.
La segunda oleada de Covid-19 ha llegado en el peor momento: hospitales saturados, personal médico -conformado por capital humano de calidad cuya oferta no es elástica- al borde de la extenuación física y anímica.
Sociedades hartas de un confinamiento que ha limitado brutalmente sus redes de convivencia, su disfrute del espacio público, en muchos casos, sus posibilidades de trabajar y generar los ingresos que aseguran la supervivencia.
Afloran, preocupantemente, sobre todo en Europa, sede de algunos de los países más cultos y civilizados, manifestaciones masivas que rechazan abiertamente el encierro.
Mientras tanto, los gobiernos hacen esfuerzos denodados por convencer a la población de no organizar reuniones familiares en estas fechas tan significativas porque, de otra manera, estaremos enfrentando hacia enero el peor de los escenarios imaginables en términos de contagios y demanda de servicios hospitalarios. Un presagio del desastre.
Arnoldo Kraus, eminente médico mexicano (“Bitácora de mi pandemia”, Editorial Debate) relata cómo el SARS-CoV-2 ha trastocado uno de los rituales más importantes que tenemos los seres humanos que es el de la muerte: “morir en tiempos de coronavirus es muy doloroso, sin manos amorosas, sin el calor de amigos y familia, eso destruye historias. Los muertos marchan sin los suyos, sin aviso previo, sin nada”.
Sí, ha sido un año terrible, sin embargo, nos queda un resquicio de luz.
En un esfuerzo científico sin precedentes, en un tiempo récord, las empresas farmacéuticas han producido vacunas para el SARS-CoV-2 que abren una posibilidad de vida para millones de personas.
Ahora, es una responsabilidad ética y política de los gobiernos de todos los países, garantizar que todos los ciudadanos, sin importar su condición socioeconómica o el lugar donde vivan, tengan acceso al medicamento.
Esto va a implicar el mayor despliegue logístico que se haya implementado en la historia de la Humanidad y va a requerir, sobre todo, que los gobiernos prioricen la salud de su población sobre cualquier otra cosa con un sentido de acceso universal, de verdadera equidad, como un derecho humano efectivo e irrenunciable.
Es hora de que los seres humanos importen más que la economía; es hora de cerrar brechas y garantizar que los países más pobres cuenten con acceso a vacunas para toda su población; es hora de demostrar que la globalización puede tener un rostro humano, un rostro incluyente.
Como señala Antonio Lazcano Araujo, destacado científico quien prologa el citado libro de Kraus: “Mezclada con la angustia y la desesperación ante un enemigo minúsculo e implacable, en medio de las cuatro paredes del encierro al que nos ha forzado la pandemia, se transpira la esperanza. ¿Esperanza en qué? En la inteligencia humana, en el poder de la ciencia y la cultura, en los esfuerzos heroicos del personal de salud. La esperanza en nosotros mismos y en los que nos seguirán. En eso descansa el futuro”.
Felices fiestas queridos lectores y, por favor, cuídense.