La corrupción en la vida pública mexicana es un hecho vergonzoso que lastima la imagen del país, tiene altísimos costos económicos, erosiona las bases competitivas, crea desigualdad e injusticia y es causante, en gran medida, de la enorme desconfianza de los ciudadanos hacia la política y sus actores.

Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2013 de Transparencia Internacional, México obtuvo 34 puntos de 100 posibles (la calificación que indica menor nivel de corrupción), lo que lo coloca en la posición 106 de una lista de 177 países.

No resulta raro que los países con menor corrupción sean Dinamarca, Nueva Zelanda o Finlandia, lo que coincide con su altísimo nivel de desarrollo humano, la solidez de sus sistemas de justicia y su prosperidad económica; pero lo que sí debe alarmar es que Ruanda, Botswana o Malawi, ubicados en el África subsahariana, escenario de guerras civiles y una pobreza atroz, sean países más honestos que México.

A México no le va mejor frente a América Latina, donde destacan como los mejor posicionados Uruguay, Chile y Bahamas; México se ubica en el tercio más corrupto al nivel de Argentina y Bolivia, y sólo por encima de países como Guatemala, Nicaragua y Venezuela, cuyas autoridades gubernamentales son un desastre en materia de rendición de cuentas.

Por otra parte, de acuerdo a Transparencia Mexicana (TM), en 2010 el costo económico de la corrupción en México rebasó los 32,000 millones de pesos, 5,000 millones de pesos más a diferencia de 2007; esto quiere decir que la corrupción sigue en ascenso.

La corrupción afecta principalmente a los más pobres,  porque dependen más de la prestación de servicios públicos, y son más vulnerables a las presiones. En México, de acuerdo con TM, un hogar gastó en promedio en 2010 14% de sus ingresos en sobornos, mientras que los hogares más pobres destinaron hasta 33% de sus ingresos a este mismo rubro. Existe un círculo vicioso entre la corrupción y la inequidad social.

México no puede estar bien calificado con personajes como Elba Esther Gordillo, Raúl Salinas de Gortari, Carlos Romero Deschamps, Humberto Moreira o Luis Armando Reynoso; cuando los diputados federales de uno y otro partido político piden “moches” a autoridades y particulares por gestionar obras o recursos presupuestales; cuando hay 298,000 maestros que le cuestan al erario público 35, mil millones de pesos al año y nadie sabe dónde están y por qué no ejercen su función docente (recursos suficientes para rehabilitar 35,000 escuelas que están en condiciones físicas deplorables o incorporar a 17 millones de familias al Seguro Popular).

Dicen algunos expertos que la corrupción pública es inversamente proporcional a la fortaleza del Estado de derecho, lo que implica la existencia de un buen sistema jurídico, jueces honestos e instituciones independientes encargadas de fiscalizar el quehacer gubernamental y, algo muy importante, al nivel de organización de la sociedad civil y su capacidad efectiva para realizar un ejercicio de contraloría sobre el poder público.

En el marco del Pacto por México, Peña Nieto y los tres principales partidos políticos establecieron el compromiso de impulsar una reforma constitucional para crear un Sistema Nacional contra la Corrupción “con facultades de prevención, investigación, sanción administrativa y denuncia ante las autoridades competentes por actos de corrupción”. La iniciativa se acompañaba de la creación de un Consejo Nacional para la Ética Pública con la participación de dependencias gubernamentales y la sociedad civil. No vemos ningún esfuerzo enfocado a concretar este nuevo andamiaje institucional.

Sería de alto valor que se lanzará una nueva versión del Pacto por México, con una agenda ciudadana, dond la creación de instrumento para el combate a la corrupción tendría que ser una prioridad. Soñar no cuesta nada.