Este 22 de marzo la Cámara de Diputados aprobó la reforma al sector de las telecomunicaciones con objeto de garantizar la libre competencia en un mercado que vale cerca de 30 mil millones de dólares al año.
La reforma, parte del Pacto por México, se abrió camino en medio de una gran incertidumbre.
Había dudas de que esta propuesta legislativa se pudiera quedar en el limbo, porque algunos de los monopolios afectados, como es el caso de Televisa, fueron actores y aliados claves en el triunfo del candidato presidencial del PRI, y resultan fundamentales para apuntalar sus estrategias de comunicación política y su legitimidad gubernamental. El 99% de los mexicanos están expuestos a la televisión, un medio que manipula realidades y conciencias, y con ello, las percepciones ciudadanas con respecto al acontecer público.
La reforma implicaba un choque de trenes contra poderes fácticos que controlan los estratégicos servicios de telefonía, Internet, radio y televisión, y que cuentan con una enorme capacidad económica y de cabildeo político y parlamentario.
Con la aprobación de esta iniciativa de ley se demuestra que la existencia de una coalición político-legislativa plural, sólida, cohesionada en torno a un programa de reformas estructurales viables y urgentes, y respaldada por la autoridad ejecutiva del Presidente, que sigue siendo, más allá de los avances democráticos, el centro orbital del sistema político mexicano, puede más que los intereses creados, como ya se comprobó también con las reformas al sector educativo.
Permítanme retornar al ámbito de las consecuencias de esta mudanza legislativa para el ámbito de la televisión.
La reforma plantea licitar dos cadenas de TV abierta nacionales donde no podrán participar empresas que tengan concesiones por 12 megahertzios (Mhz) o más, como Televisa (que detenta el 70% del mercado) y su rival TV Azteca (30%). Y aquí empiezan los problemas. Porque entre los principales prospectos para hacerse de estas dos nuevas cadenas de TV privada se menciona a Carlos Slim, Joaquín Vargas y Olegario Vázquez Raña.
Los ciudadanos tenemos que presionar para que los propietarios de estos dos nuevos medios televisivos, sean quienes sean, den prioridad a la producción de nuevos contenidos acordes con una sociedad urgida de cultura, cohesión, valores democráticos, educación, inteligencia, información imparcial y civismo.
Si el mercado somete a los nuevos concesionarios a regirse sólo por el rating, tendremos más de lo mismo, a la misma hora, pero en más canales. Se requiere de la presión de la sociedad civil apoyada por la acción regulatoria del nuevo y autónomo Instituto Federal de Telecomunicaciones (Ifetel); sólo así los mexicanos podremos tener una TV distinta, moderna y mejor, que es el espíritu de la nueva ley.
Por otra parte, la reforma contempla la creación de una cadena de televisión pública nacional. Y aquí sería importante voltear la mirada hacia los modelos de TV pública imperantes en Europa y los Estados Unidos.
La BBC, la TV estatal inglesa, por ejemplo, tiene entre sus códigos de conducta, ofrecer una cobertura informativa completa, en profundidad e imparcial que conduzca al debate y la reflexión de los ciudadanos; favorecer el desarrollo de la cultura y el sano entretenimiento; interiorizar en los televidentes actitudes favorable a la tolerancia, el altruismo, el respeto a las leyes, la democracia y el medio ambiente, y garantizar una oferta de programas de alta calidad que creen oportunidades para la educación.
Es la hora de los ciudadanos para decidir qué tipo de televisión queremos y necesita México.