En muchas democracias modernas los gobiernos locales o subnacionales, constituyen un importante factor capaz de generar contrapesos al gobierno central. En México, sin embargo, este papel parece irse deslavando rápidamente en el marco de la 4T.
Los gobernadores, a pesar del inmenso poder que tradicionalmente ha detentado el Presidente de la República, habían venido ganando espacios cada vez más amplios para influir en la dinámica nacional gracias al disfrute de una autonomía prácticamente sin cortapisas y al manejo de bolsas cada vez elevadas de presupuestos públicos.
El ejercicio de un control absoluto de las entidades por parte de los gobernadores, no obstante, provocó excesos. Los ejecutivos estatales todo lo dominaban: los congresos locales, las auditorías, los institutos de información pública y, por si fuera poco, los medios de comunicación, todo ello en el contexto de un marcado déficit de participación ciudadana.
Los gobiernos estatales se transformaron en un hoyo de opacidad y corrupción. Contrataban deuda de manera irresponsable, realizaban obra pública sin licitación, desviaban dinero público. Al final de la administración del presidente Peña Nieto, el saldo de gobernadores inculpados o procesados por peculado u otros delitos, era ya escandaloso destacando el caso de los exmandatarios de Veracruz, Nayarit, Chihuahua y Quintana Roo.
Vía el llamado Ramo 33 del Presupuesto de Egresos de la Federación (Aportaciones Federales para Entidades Federativas y Municipios) los gobernadores recibían cientos de miles de millones de pesos para los fines más diversos: infraestructura social, educación, salud, seguridad pública, que se ejercían con enorme discrecionalidad y sin evaluaciones de impacto.
Más ejemplos. Al cierre de la pasada administración operaban más de 2 mil 500 programas estatales de desarrollo social, 70% de los cuales carecían de reglas de operación y el 75% no reportaban a las cuentas públicas estatales.
La transición política de 2018 tomó a los gobiernos estatales en muy mal momento, en medio de una grave crisis de legitimidad, con una ciudadanía agraviada, molesta y ávida de un cambio de fondo que garantizara mayor eficacia en la gestión de lo público y, por supuesto, honestidad en el manejo de los presupuestos. Los resultados electorales de julio de 2018 así lo evidenciaron: López Obrador ganó en 31 de las 32 entidades del país, con excepción de Guanajuato. Morena, además, ganó cinco gubernaturas.
Desde el arranque de esta nueva etapa, el gobierno de la 4T se ha dedicado a reconfigurar a fondo el sistema político, destacando la reconcentración de poder en la figura del Ejecutivo federal y un desmantelamiento de la autonomía y capacidad de control que antaño detentaban los gobiernos locales.
El primer paso para avanzar en esta ruta, fue nombrar un “súperdelegado” federal en cada entidad federativa, una especie de “vicegobernador” responsable prácticamente de supervisar y aprobar todo: los programas de obra pública, desde carreteras a hospitales, pensiones para adultos mayores y programas de bienestar social.
Algunos de dichos superdelegados fueron candidatos en la pasada elección o figuran como los aspirantes naturales de Morena a la gubernatura en los estados donde han sido emplazados. Un caso de excepción es Sonora.
Han sido muy contadas las voces que se han levantado -como la del gobernador panista de Chihuahua, Javier Corral, o el emecista de Jalisco, Enrique Alfaro- para denunciar el carácter ilegal de estos representantes del gobierno federal y demandar respeto a la autonomía de las entidades federativas.
López Obrador ha sometido a los gobernadores aprovechando su crónica dependencia de los recursos federales, por la vía de la promesa de inversiones en proyectos de infraestructura en sus territorios y el respaldo para la reestructuración de sus cuantiosas deudas públicas.
Como nunca los mandatarios estatales están debilitados y desarticulados. Dejaron de ser un factor de poder y de equilibrio. La Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO) no cuenta ni con la capacidad ni con la voluntad política para exigir equilibrios al Presidente y respeto al federalismo.
Hemos perdido el contrapeso del Poder Legislativo, de algunos órganos autónomos, ahora están en riesgo el Poder Judicial y el INE. La pregunta es: ¿quién es capaz de reconstruir los contrapesos necesarios para resguardar los avances democráticos?.