El próximo martes se habrán de conmemorar los 50 años de la masacre estudiantil de Tlatelolco, un movimiento que tuvo un enorme simbolismo y que marcó el fin de una época. Fue un parteaguas en la vida política y social de México.
Los jóvenes salieron a las calles a cuestionar un régimen político autoritario centrado en la figura del Presidente de la República; un sistema de partido único, con un PRI que todo lo controlaba, sindicatos, movimientos campesinos y populares; la férrea censura de los medios de comunicación por parte del Estado. En el fondo había también motivaciones de carácter cultural: la rebelión contra todo tipo de autoridad, el rechazo a una educación acartonada que suprimía el ejercicio de la inteligencia.
El movimiento estudiantil del 68 mostró el rostro de una sociedad sometida a enormes tensiones y portadora de un anhelo de cambio. Sin embargo, el gobierno del Presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) no entendió el mensaje y ordenó aplastar a los jóvenes con la fuerza militar con un saldo de muchas vidas perdidas y de miles de estudiantes, intelectuales y activistas en las cárceles acusados de subvertir el orden público.
El gobierno siguiente, encabezado por Luis Echeverría, empezó a tender puentes de reconciliación al decretar una amnistía para liberar a los presos políticos. No obstante, fue hasta la reforma política de 1977 que se inició un proceso de transición democrática que llevó al país de un esquema de partido hegemónico a un modelo pluripartidista. Las izquierdas, encabezadas por el Partido Comunista Mexicano, y la derecha, representada por el PAN, conquistaron por fin su derecho a participar en los procesos electorales y la vida política se enriqueció con nuevas voces y propuestas.
El siguiente momento importante fue el generado por el terremoto de 1985 que devastó a la Ciudad de México. Un gobierno paralizado e ineficaz se vio rebasado por los ciudadanos que tomaron las riendas del rescate de las víctimas y abrieron paso a formas de organización inéditas.
1985 marcó el surgimiento de la sociedad civil como un actor que empezó a exigirle al gobierno resultados más eficaces y una mayor transparencia de las políticas públicas; los ciudadanos organizados, además, trajeron a la agenda temas sustantivos como la equidad de género y los derechos de las minorías.
En 1988 la oposición de izquierda estuvo a punto de ganar la Presidencia de la República y, un año después, el PAN ganó por amplísima ventaja la gubernatura de Baja California, abriendo paso a una alternancia política incontenible hacia la siguiente década. En 1996 se instaló el primer Instituto Federal Electoral plenamente ciudadano y, un año después, Cuauhtémoc Cárdenas, líder icónico de la izquierda, ganó la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México y el PRI perdió, por primera vez en la historia, la mayoría en la Cámara de Diputados. En el año 2000 el PRI fue derrotado en las elecciones presidenciales.
Los sismos de 2017 pusieron en evidencia no sólo el alto grado de solidaridad y participación alcanzado por los ciudadanos en caso de desastres naturales, sino el poder que habían adquirido las redes sociales al haber fungido como medio de información y movilización ante las tareas de rescate generadas por la emergencia. También dejaron claro su rechazo a los partidos políticos y sus representantes. A este sismo le siguió otro: el del pasado 1º de julio cuyas consecuencias son todavía impredecibles.
Entre 1968 y 2018 ha crecido la sociedad mexicana, y los políticos y sus instituciones, gobiernos y partidos, se han quedado a la zaga de las expectativas ciudadanas; no entienden que los mexicanos ya cambiamos y que se ha vuelto cada vez más inaceptable la corrupción, la ineficacia, la mediocridad y la irresponsabilidad.
La sociedad mexicana, hoy, es profundamente escéptica y volátil en sus preferencias políticas; sus valores políticos se han movido, bruscamente hacia la izquierda, sin certeza de que permanezcan ahí. Los mexicanos de hoy quieren gobiernos abiertos, líderes sencillos capaces de moverse pie a tierra; reclaman acceso a derechos de última generación: Internet, tecnologías de punta, bancarización, autonomía para crear y emprender. Detestan profundamente el control autoritario, la mentira, la corrupción y la impunidad.
Si López Obrador y su movimiento quieren verdaderamente instalarse en la historia como continuadores de la ola de cambios detonada hace 50 años por los estudiantes universitarios, tendrán que vencer la tentación de la retórica hueca para tocar el corazón de los ciudadanos no sólo con un ejercicio del poder sensible y cercano, sino también mostrando capacidad para liderar los cambios más importantes que la gente demanda. Las señales que tenemos hasta el momento, sin embargo, son encontradas.