Ha concluido el ciclo de reformas estructurales más importante de la historia de México. Fueron 11 las que se aprobaron en un lapso de 21 meses. Van desde la apertura del sector energético hasta el rediseño de la institucionalidad político-electoral, pasando por la competencia económica, la política fiscal-hacendaria, las telecomunicaciones, la calidad de la educación y los procedimientos penales, además de la transparencia.
Aún quedan pendientes las reformas del campo y dos reformas urgentes para el país: contra la corrupción y por la modernización del poder judicial.
Sacarlas adelante requirió, en un primero momento, construir consensos pluripartidistas algo que se logró en el marco del Pacto por México, y en un segundo momento, cuando los acuerdos se deslavaron y surgieron las resistencias, articular alianzas para construir mayorías parlamentarias sumando al PRI, al PAN o al PRD. Se trata, sin duda, de un impresionante logro de Enrique Peña Nieto que invirtió en este proceso todo su capital político.
Sin embargo, estas reformas han sido sólo transformaciones legislativas, políticas, jurídicas, institucionales. Falta su aterrizaje, su traducción en crecimiento económico, dinero en el bolsillo de los ciudadanos, empleo, gobernabilidad, democracia de calidad, seguridad, ejercicio del Estado de derecho; falta, también, el convencimiento de la sociedad y de los factores de poder, los empresarios principalmente. La ruta que sigue hacia delante es compleja. El éxito de los cambios no está garantizado.
Como ejemplo está el desastroso aterrizaje de las reformas modernizadoras de Salinas de Gortari: privatizaciones que fortalecieron el poder de grandes monopolios, profunda polarización social a pesar de la enorme inversión en el Programa Nacional de Solidaridad, rebelión indígena, crímenes políticos, desarticulación de la gobernabilidad, la crisis económica más severa de la historia del país.
La victoria política de Peña Nieto ocurre en un momento crítico por el bajo consenso hacia su administración. Estamos ante la paradoja del reformador: cumplir con su deber y enfrentar la ingratitud de las mayorías.
Lejos de la euforia que prevalece en los círculos internacionales, la popularidad del presidente está en su punto más bajo desde diciembre de 2012. De acuerdo con el Pew Research Center, una prestigiada organización estadunidense a quien nadie podría señalar de sezgo político, la mitad de los mexicanos tiene una imagen desfavorable de Peña Nieto: 54% cree que está haciendo un mal trabajo en el combate a la corrupción; 80% define al crimen como “un gran problema”; y 60% descalifica la política económica. De acuerdo con la consultora Parametría, en promedio la mitad de los mexicanos considera que las reformas energética, financiera, hacendaria y política les perjudicará.
Un dato más: un estudio de FTI Consulting revela que sólo 38% de las empresas espera beneficios de las reformas, y 52% señala que el gobierno no fomenta la generación de empleos, lo que indica que continúa la irritación del sector privado por el impacto de la reforma fiscal.
Todo proceso de reformas estructurales se implementa no sólo para liberar energías, potencialidades, para destrabar cambios; busca, también, legitimidad política, consenso social, confianza y aprobación en la conducción gubernativa y un eventual refrendo del mandato.
Las reformas de Peña Nieto no gozan de la credibilidad de los mexicanos. En este marco, su aterrizaje puede ser desastroso. Ya no es un asunto de mercadotecnia o de publicidad gubernamental. Ésta puede ser muy sofisticada, abrumadora, pero una sociedad cada vez más informada y participativa no quiere más palabras, quiere hechos. O cobrará su disenso en las urnas.