El pleno del Senado aprobó la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, la cual amplía la supervisión sobre tres actores que hoy se caracterizan por una grave situación de opacidad:
1) Autoridades gubernamentales, incluidas las estatales y municipales, que deberán informar puntual y exhaustivamente del manejo de los recursos y la instrumentación de las políticas y programas públicos, así como de la licitación o adjudicación directa de adquisiciones u obras públicas (donde son comunes casos de corrupción, “moches” y conflicto de intereses).
2) Partidos políticos, ahora obligados a informar sobre su padrón de afiliados y militantes, cuotas, ingresos públicos y privados, contratos y convenios, tabulador salarial, aportaciones a las precampañas y campañas, e incluso sus procesos de selección y registro de candidatos.
3) Sindicatos, que ahora tendrán el imperativo de reportar el manejo de los recursos públicos que administren, padrón de afiliados y contratos colectivos de trabajo.
Lo preocupante, sin embargo, es que los senadores buscan la aprobación de un artículo transitorio que le permitirá al Congreso de la Unión cumplir con sus obligaciones de transparencia “hasta que considere contar con los mecanismos administrativos necesarios”.
¿Por qué esto es inaceptable? Porque tenemos un poder legislativo caro y opaco. Entre 2002 y 2014, de acuerdo con la consultora Integralia, el presupuesto del Congreso federal creció casi 54% y fue de casi 136,000 millones de pesos (es el quinto más caro del mundo, sólo superado por Estados Unidos, Brasil, Nigeria y Japón). Los 32 congresos locales, por su parte, recibieron 142,000 millones de pesos. En total: 278,000 millones de pesos, esto es casi 30 veces más de lo que precisa el Seguro Popular de Salud para poder ofrecer servicios de diálisis y hemodiálisis a sus pacientes diabéticos y, con ello, poder prolongar su vida.
La misma fuente indica que la única partida de todo el Presupuesto de Egresos de la Federación que escapa de la rendición de cuentas, e incluso a la lupa de la Auditoría Superior de la Federación, son las subvenciones a los grupos parlamentarios que ascendieron a más de 2 mil millones de pesos tan sólo en esta LXII Legislatura, y que se utilizan para “compensación de salarios de los legisladores, premios en disciplina, pago de eventos, viajes, viáticos”; “muchas veces son sólo para beneficio personal de diputados y senadores”, señala Integralia.
Su director, Luis Carlos Ugalde, fue removido como Consejero Presidente del entonces Instituto Federal Electoral en 2006 para calmar la ira de López Obrador ante un imaginario fraude en los comicios presidenciales de ese año, un hecho que muestra la fragilidad de las instituciones mexicanas ante las presiones y componendas de la partidocracia.
Ugalde escribió un excelente y provocador articulo para la revista Nexos, en su número de febrero de este año, que se titula “¿Por qué más democracia significa más corrupción?”. Su hipótesis central es que el fortalecimiento del pluralismo no ha implicado, necesariamente, menos opacidad, “ha detonado más avaricia de los políticos”. Los congresos se han vuelto parte del engranaje de la corrupción.
En el siglo pasado este fenómeno era producto de la concentración del poder en la Presidencia y de la falta de contrapesos. La corrupción del siglo XXI es, en cambio, “resultado de la dispersión del poder y de la apertura de muchas ventanillas para hacer negocios (y construir políticas clientelares) a través de la definición de leyes, contratos, permisos y presupuestos” desde las legislaturas federal y de las entidades federativas.
La alternativa, dice Ugalde, está en avanzar con firmeza hacia la aplicación universal de la ley, hacia un sistema legal, un Estado de derecho, sin excepciones ni cortapisas; un proceso que es impensable sin la creación de un verdadero sistema anticorrupción y la vigilancia activa de los ciudadanos.
Ante una partidocracia que sólo se representa a sí misma, la construcción de una auténtica democracia sustentada en valores de ética pública pasa por nosotros.
Es la hora de decir basta al Congreso y exigir que haya una aplicación pareja de las leyes, porque sólo así México podrá dejar atrás el lastre de la corrupción y oxigenar su vida pública.