Bajar el costo de la democracia
En un contexto donde la economía va mal y escasean los presupuestos gubernamentales, donde la mitad de la población se encuentra en situación de pobreza y se requiere fortalecer las redes de protección social, bajar el costo de nuestra democracia se ha convertido en una demanda ciudadana.
Se trata de trastocar una intrincada red que comprende costosísimos andamiajes institucionales (Instituto Nacional Electoral e institutos electorales locales, tribunales, fiscalías), poderes legislativos caros e ineficientes, donde prevalecen salarios excesivos de diputados y senadores y, por supuesto, un sistema de partidos políticos que absorbe cada vez más dinero público.
La partidocracia está sumida en una profunda crisis de legitimidad. Fuera de procesos electorales que tienen lugar cada tres o seis años, los mexicanos se enfrentan a una democracia incipiente que les escatima herramientas efectivas para sancionar a partidos políticos que incumplen promesas de campaña, peleados con la ética, la integridad y la transparencia, que encumbran en puestos de poder a gobernantes francamente ineficientes y corruptos. De ahí la creciente fascinación social por los candidatos “independientes” o las propuestas populistas que ofrecen una especie de “redención social”, de “reconstrucción moral” de la política y el quehacer público, pero cuyo motor probablemente es también la ambición de poder.
La partidocracia ya leyó “los mensajes escritos en los muros”, la temperatura del descontento social, el repudio cada vez más visible de los ciudadanos. Ya entendió que tiene que mandar señales de cambio, un mínimo signo de sensibilidad con la difícil situación económica por la que atraviesa el país.
En este marco, han surgido diversas iniciativas de reforma constitucional, provenientes de legisladores de prácticamente todos los partidos, para reducir o de plano eliminar el financiamiento público a los partidos políticos, elevar el porcentaje de votos que requiere una fuerza política para conseguir o conservar el registro, y para recortar el número de senadores y diputados que integran las cámaras legislativas.
Sí, es importante, vital, urgente, bajar el costo de la democracia, pero tenemos que ir más allá. Nuestro edificio democrático requiere una reingeniería integral que debe llegar a los cimientos donde están los partidos políticos. “Un mal necesario”, dicen algunos analistas, pero lo cierto es que no tenemos otros para construir la representación popular.
Tengo la convicción que deberíamos aprovechar el momento político para obligar a los partidos a implementar reformas profundas a sus estructuras, procesos, misión, visión, valores y prácticas.
Necesitamos que los partidos se comprometan con un auténtico cambio democrático atendiendo las voces de los ciudadanos, articulando propuestas de política pública que vayan al corazón de los grandes problemas nacionales, abriendo puertas a jóvenes como Pedro Kumamoto, el diputado independiente por Jalisco, que ganó la elección de su distrito con sólo 18 mil 600 pesos que le otorgó el Instituto Electoral Estatal (cada voto suyo costó menos de 5 pesos). Pedro sustentó su campaña en el uso de las redes sociales, ha renunciado a 70% de su sueldo como legislador, todos los días sale a visitar su distrito para recoger las demandas de sus electores. Un caso ejemplar, único.
Necesitamos que los partidos refresquen sus herramientas de comunicación política que siguen ancladas a un México, a un imaginario social, que se quedó atrás hace más de 20 años y que hoy está dominado por la información, la deliberación y las convocatorias que circulan por las redes sociales.
Necesitamos que renuncien a las zonas de opacidad y entiendan que la ética, la integridad y la transparencia son, desde hace buen rato, requisitos de legitimidad; que comprendan que ante un electorado cada vez más crítico y hostil a la política, la corrupción disuelve de manera directa todo tipo de consensos sociales.
Necesitamos que renuncien a la simulación y las zonas de confort, y comprendan, de una buena vez, que lo que sucede en Estados Unidos con el triunfo de Trump, en Francia con Marine Le Pen, en Guatemala con el ascenso a la presidencia de un cómico de televisión ineficaz y corrupto, no son casos aislados. Deben entender que es el tiempo del “votante indignado” contra los privilegios, la desigualdad, las élites, los liderazgos tradicionales, contra partidos que no representan, que no saben tomarle el pulso al humor de los ciudadanos. Estamos ante el ascenso de un nuevo populismo, más autoritario (véase la actuación de Trump). Una tendencia, aparentemente imparable, a nivel global.
¿Qué espera la partidocracia mexicana para asumir un compromiso con la modernidad democrática? No es suficiente con lo que está pasando. ¿Así, o más claro?