El diálogo es la base de la política democrática.
Es el encuentro entre distintos para construir una idea en común con base en la confrontación respetuosa de ideas y proyectos.
El diálogo es ajeno al fanatismo, a la intolerancia y el odio.
Y hoy, lo que estamos perdiendo, es precisamente la capacidad de dialogar.
Preocupa la toxicidad de las redes sociales donde prevalece el insulto sobre el razonamiento y la inteligencia.
Ello, sumado a la colonización de estas redes por parte de sofisticadas herramientas digitales (granjas de bots, etc.) que generan artificialmente lo mismo falsos consensos que ataques masivos dirigidos contra ciudadanos y líderes de opinión, ha desnaturalizado a Twitter, Facebook e Instagram como canales naturales para la discusión y reflexión civilizada de lo público.
Las redes sociales se han transformado en un campo de guerra.
Preocupa, por otra parte, el lenguaje gubernamental cargado de resentimiento hacia un pasado al que se culpa de todos los males y hacia aquellos que disienten de sus políticas públicas.
La intolerancia empieza a permear la voz de funcionarios públicos como Ricardo Peralta, ni más ni menos que Subsecretario de Gobernación, quien encendió las redes sociales al publicar un tuit “A chillidos de marrano, oídos de chicharronero” que estaba claramente dirigido a los participantes en la Caminata por la Verdad, Justicia y Paz que arribó a la CDMX el domingo pasado, compuesta por familiares de víctimas de la violencia y liderada por el poeta y activista Javier Sicilia e integrantes de la familia LeBarón.
Preocupante que el encargado en la Secretaría de Gobernación de atender a grupos y organizaciones sociales, se exprese en términos tan ofensivos y con tal falta de sensibilidad hacia mexicanos que ya han sufrido bastante el dolor de haber perdido a sus seres queridos.
Todo esto sucedió en el marco de la negativa del Presidente de la República a recibir a los integrantes de la caravana bajo el pretexto de cuidar su “investidura presidencial”.
Si hay alguien obligado moral y políticamente a dialogar, por su indudable liderazgo, por el tamaño de su encargo gubernamental y por su sello de izquierda, es precisamente el presidente.
Encerrarnos en la intolerancia solo llevará a un ambiente de mayor polarización y confrontación.
Lo que permitió la transición del año 2000 y el triunfo de la oposición en los comicios de 2018, fue precisamente la construcción de un contexto de libertades democráticas, en el marco del cual fue posible debatir abiertamente la situación del país, criticar las fallas en el ejercicio del poder y proponer nuevos caminos.
Ese contexto de libertades es irrenunciable y el Presidente de la República debe ponerse al frente de su defensa, no de su demolición.
Es momento de unidad, y ésta solo podremos construirla con base en el diálogo respetuoso entre ciudadanos y entre éstos y el poder público.
Una unidad que nos permita, como lo demandan Javier Sicilia, los LeBarón y cientos de organizaciones de la sociedad civil, revisar la estrategia de seguridad pública, diseñar una agenda de justicia transicional más allá de intereses partidistas, de disputas electorales, pensada con un sentido profundamente humano, a partir del sufrimiento de las víctimas y de sus familiares.
Como lo ha señalado un experto en seguridad, “continuar por la misma ruta sólo dará los mismos resultados”. Ahí está el horror de la violencia en Guanajuato, el asesinato del campesino ambientalista que defendía los bosques de la mariposa monarca en Michoacán, la imagen de niños armados en Guerrero para defender a sus comunidades del acoso de las bandas criminales.
Lo que reclaman los integrantes de la Caminata por la Verdad, Justicia y Paz es muy simple, es un derecho democrático elemental: un diálogo abierto para acordar las bases de una cruzada por la pacificación del país.