Parece un hecho que Joe Biden será el presidente número 46 de los Estados Unidos. Así lo indica el testimonio de las autoridades estatales y electorales del vecino país, que han señalado que los comicios y el escrutinio del pasado 3 de noviembre que le dieron la victoria al demócrata no muestran signos de ninguna irregularidad.
Ha sido una elección legal y legítima y, en un país de instituciones y de Estado de derecho como EU, esto debe derivar, inevitablemente, en el ascenso de Biden a la presidencia del vecino país en enero próximo.
Queda claro que Donald Trump está buscando cuestionar los comicios con acusaciones de fraude, simplemente para mantener movilizada a su base social y con fines de control del Partido Republicano, pero sus impugnaciones carecen de todo sustento y posibilidad.
Varias conclusiones se derivan del proceso electoral norteamericano.
Primero, que a pesar de los enormes recursos retóricos y escenográficos del todavía actual presidente, en una sociedad fácilmente cautivable por el espectáculo político, los ciudadanos son capaces de reflexionar, organizarse y salir a votar para sacar del poder a un político racista, autoritario y caprichoso.
Los ciudadanos son el mejor contrapeso contra los malos gobiernos. Y el de Trump lo ha sido, particularmente por la pésima gestión de la pandemia que ha dejado en el vecino país 241 mil muertos y más de 10 millones de personas contagiadas, algo inaceptable para un país con tantos recursos económicos e infraestructura hospitalaria. Una muestra de la irresponsabilidad de Trump, que desdeñó, primero, la gravedad del problema y propició, luego, una reapertura precipitada y desordenada de la economía en aras de mantener sus consensos políticos para ganar las recientes elecciones.
Una prueba fehaciente de que los populismos pueden ser fascinantes en el corto plazo, pero son socialmente muy caros en el mediano y largo plazo. Creo, que más allá de que en un futuro próximo los investigadores desentrañen con mayor precisión las razones del voto de los norteamericanos, pesó el castigo a una mala política pública en términos sanitarios. Pesó, también, sin duda, el menosprecio recurrente de Trump a las minorías, los afroamericanos, acosados por la brutalidad policíaca, y los hispanoparlantes, víctimas del racismo y el supremacismo blanco del actual presidente.
El voto de esos colectivos sociales, fue determinante para su derrota. Los primeros discursos de Biden envían un mensaje alentador de que el mandato presidencial puede recuperar su dignidad y liderazgo democrático, y convertirse en factor de unión y no de división de la compleja y plural sociedad norteamericana. Sin embargo, el trumpismo no está completamente derrotado.
El virtual expresidente obtuvo más de 70 millones de votos. Hay muchísimos norteamericanos que siguen compartiendo su proyecto y visión. El reto de Biden es acercarse a ellos y persuadirlos de que puede haber otra forma de pensar y vivir la convivencia social y solucionar los desafíos de EU.
En segundo lugar, el triunfo de Biden plantea dilemas importantes para el gobierno del presidente López Obrador, quien se ha negado, inexplicablemente, a reconocer la victoria del candidato demócrata.
Si bien se descarta la posibilidad de una confrontación en la relación bilateral, porque Biden es un político experimentado y mesurado, tengo la impresión de que a México le aguardan tiempos complicados.
Hablo de presiones hacia el T-MEC (la propia virtual vicepresidenta de EU, Kamala Harris, votó en contra de su aprobación, y Biden ha prometido impulsar el programa “Buy American” que busca limitar inversiones norteamericanas en otros países); del combate al cambio climático (el gobierno mexicano ha apostado por el uso de energías “sucias” como el petróleo y el carbón); de la supervisión de nuestras políticas laborales y del respeto a la democracia y los derechos humanos en México (este gobierno se ha caracterizado por su permanente acoso a intelectuales y a la prensa independiente).
López Obrador encontró en Trump, una zona de confort para negociar con EU. Eso va a cambiar y esperamos que el presidente de México entienda que la relación bilateral será a futuro distinta y compleja y que no basta con ideas preconcebidas y clichés nacionalistas, sino que se requiere imaginación y apertura para entender y procesar los nuevos tiempos. Solo así, lograremos construir una relación constructiva con la próxima administración demócrata, una relación de prosperidad compartida.