Lo sucedido en las elecciones estatales del pasado 4 de junio muestra el panorama de un país dividido en sus preferencias políticas, y todo indica que así llegaremos al 2018. En el marco de una creciente competencia política, quien obtiene la mayoría de votos en la contienda por la Presidencia de la República o una gubernatura, lo hace con niveles mínimos de ventaja (recordemos 2006, ahora, en 2017, Coahuila y el Estado de México), lo cual dificulta construir mayorías parlamentarias que le permitan al partido que asciende al poder procesar exitosamente sus iniciativas y hacer realidad su proyecto de gobierno.
¿Cómo forjar márgenes de legitimidad adecuados, cómo generar un “bono democrático” suficientemente sólido para que la fuerza política o el candidato que obtiene la mayoría en la aritmética electoral puedan desplegar y hacer efectiva la oferta política que comprometieron ante los electores?
Una de las claves está en lograr una mayoría parlamentaria, porque en la democracia formal las iniciativas de política pública, los presupuestos que son el motor de lo que se puede o no hacer desde la esfera gubernativa se analizan, procesan y aprueban en los congresos. Lo contrario, puede conducir a la parálisis y, peor aún, a la ingobernabilidad.
Desde 1997, quien gana la presidencia enfrenta enormes dificultades para construir “mayorías”. Al PAN le tocó procesar este desafío cuando estuvo a la cabeza del ejecutivo federal entre 2000 y 2012, con el rechazo a sus propuestas de cambios estructurales en materia fiscal y energética. Le ha tocado a Peña Nieto que logró, sí en su primera etapa con el Pacto por México, consensuar una agenda de reformas con el respaldo de todos los partidos, pero que ahora, al final de su administración, encara un ambiente de rechazo y polarización político-legislativa que mantiene congeladas sus iniciativas de seguridad.
No se trata de retornar a la absurda e impopular “cláusula de gobernabilidad” (vigente entre 1988 y 1993) que le garantizaba al partido que lograra la primera minoría recibir automáticamente suficientes curules adicionales para controlar la mayoría absoluta (51% del congreso). La pluralidad legislativa ha permitido generar contrapesos y enriquecer el debate sobre el rumbo que debe seguir el país; obliga a dialogar y convencer, a construir consensos en la diversidad política. Pero también complica la operación del proyecto de gobierno cuando son los intereses políticos, y no del país, los que guían las negociaciones.
Ello no nos desprende del debate sobre la necesidad de una segunda vuelta electoral, una práctica común en muchas democracias, una posibilidad que el PRI y sus aliados acaban de echar por tierra a nivel legislativo. ¿Qué beneficios pudo haber arrojado una segunda vuelta? Veamos.
Primero, que el ganador contara con una mayoría considerable de los votos emitidos para acabar con toda sospecha de falta de legitimidad. La segunda vuelta hubiera abierto las distancias y configurado un ganador indiscutible evitando con ello el ciclo interminable de conflicto, de cuestionamiento de las instituciones, de sospecha de fraude, todo lo cual abona a que el ciudadano confíe, cada vez menos, en la imparcialidad y limpieza de los comicios; un ciclo donde los ganadores no convencen de su triunfo y los perdedores no se resignan a perder. La segunda vuelta pudo haber abonado a la gobernabilidad.
Hubiera contribuido a superar el desinterés de la partidocracia por la participación ciudadana y la falta de transparencia. Hubiera obligado a los partidos sustentados en el voto duro, señaladamente el PRI, a salir a convencer a los indecisos o a los que prefieren otras alternativas con propuestas de cambio, de renovación; los hubiera obligado a acercarse a la sociedad y a oxigenar sus prácticas políticas. Hubiera, un verbo que se repite, penosamente, como una decepción, una sensación de fracaso entre aquellos que apostamos por una democracia más plena y efectiva. Una segunda vuelta no le interesa ni al PRI ni a Morena. Pero tenemos más caminos.
PAN y PRD han anunciado la intención de impulsar una gran coalición opositora hacia el 2018. Juntos, suman un polo electoral de más de 40% de intención de voto, suficiente para ganar la Presidencia de la República y el Congreso. El dilema es el candidato y la imaginación para impulsar un programa que permita reconfigurar democráticamente a la nación, la economía, la cohesión social, la seguridad, la transparencia gubernamental; suficientemente atractivo para atraer a los indecisos y a los antisistémicos, a la sociedad civil, a los profesionistas, los empresarios, las clases medias y los sectores más marginados. ¿Lo podrán lograr?