Un atentado perpetrado por terroristas del Estado Islámico (ISIS), ha dejado un saldo de 30 personas muertas y 71 heridas en Bagdad, la capital de Irak. Una semana anterior el blanco fue Bruselas; en noviembre de 2015, París; en diciembre del año pasado, Estados Unidos. ¿Qué sigue? El mundo se ha vuelto un lugar inseguro.

En los años 80, Michel Rocard, quien fuera Primer Ministro de Francia, había afirmado que “Europa es el mejor lugar del mundo para vivir, por sus libertades democráticas, por la solidez de sus Estados de bienestar, por sus niveles de seguridad humana”. Creo que, hoy, esa afirmación resultaría insostenible.

La crisis de 2008-2009 le dio la puntilla a los valores de equidad en los que se sustentaba el modelo europeo, y dejaron una secuela de exclusión social en amplios sectores de la población, especialmente los jóvenes (en España, la tasa de desempleo juvenil llegó a alcanzar el 50%, en Grecia el 55%, en Francia y Bélgica entre el 20 y 25%). El sueño terminó y la pesadilla ha iniciado.

No es casualidad que las filas de ISIS se hayan nutrido de jóvenes provenientes de familias migrantes árabes, resentidos ante un sistema que les cerró los caminos hacia la movilidad social. Los niveles de pobreza y desempleo en las comunidades donde ellos habitan, duplican la media nacional; han sido las principales víctimas de los recortes a los servicios públicos de salud y educación provocados por la crisis. Esto los ha vuelto muy sensibles al llamado a la yihad (“guerra santa”) que proclaman los musulmanes radicales.

No trato, de ninguna manera, de justificar su apuesta por el camino de la violencia, pero sí explicar que hay profundas razones sociales que debemos tener en cuenta, más allá de lo que Samuel Huntington llamó “el choque de las civilizaciones” (la confrontación entre un Occidente capitalista, democrático y liberal, y un Islam autoritario y fanático). Una visión no sólo limitada, sino peligrosa, porque la inmensa mayoría de los musulmanes son gente de paz que sabe convivir en armonía con aquellos que profesan otras creencias religiosas.

Otra fuente de la violencia que estamos enfrentando proviene, paradójicamente, de la llamada “primavera árabe”, esa gran oleada de movilizaciones ciudadanas entre 2010 y 2013 motivadas por reivindicaciones democráticas, reclamos de mayor igualdad social, que llevó al derrocamiento de los regímenes autoritarios en Libia, Túnez y Egipto y a la cruenta guerra civil que sigue desangrando a Siria. En medio de esos conflictos, se generó un vacío político que fue llenado por grupos islámicos fundamentalistas, principalmente el ISIS, el cual pudo incluso hacerse de un territorio propio donde impone sus leyes y extrae petróleo que luego vende en el mercado negro. El “caldo de cultivo” para el ascenso del terrorismo, de hecho, empezó a gestarse años atrás a partir de la absurda y costosa guerra emprendida en 2003 por George Bush hijo contra Saddam Hussein, bajo el pretexto de haber patrocinado los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York en 2011 y de poseer armas de destrucción masiva, algo que nunca pudo comprobarse.

El Presidente de Francia, Francois Hollande, lo ha dicho con todas sus palabras: “estamos en guerra”. Los países occidentales, encabezados por Estados Unidos, anuncian no sólo que recrudecerán los ataques militares contra ISIS, sino también otras acciones que preocupan porque vulneran las libertades civiles, el respeto a los derechos humanos: se podrán allanar domicilios y detener e interrogar a personas sospechosas sin la orden de un juez; la actividad por Internet y las redes sociales dejarán de ser espacios confidenciales del ciudadano y podrán ser fiscalizados por la autoridad. En estos días, precisamente, se libra una interesante batalla legal entre Apple y el gobierno de Estados Unidos, que exige a esa corporación “desbloquear” un iPhone 6 utilizado en el acto terrorista de San Bernardino, California, de diciembre pasado. Apple alega que su prioridad es “proteger” a sus clientes.

John Carlin, el influyente periodista británico, no se anda con rodeos: “Nos enfrentamos a una guerra terrorista mundial, y hay que tomar partido. No es hora de seguir bañándose en las aguas tibias del buenisimo. Uno se puede sentir muy satisfecho oponiéndose a la guerra, al imperialismo neoliberal, a la vigilancia policial, pero estos tiempos exigen ensuciarse las manos, sacrificar la pureza moral y elegir entre lo malo y lo peor”. Es partidario de aquellos que piensan que “es preferible vivir con menos libertades a cambio de tener más seguridad”.

El Internet, espacio sagrado de la privacidad, está en riesgo en esta batalla contra el terrorismo. ¿Cómo ejercer más control sin vulnerar las libertades ciudadanas? ¿Cómo encontrar un punto medio virtuoso que satisfaga ambas prioridades? Como siempre, la mejor opinión la tiene Usted, querido lector.