La inseguridad es un fenómeno que lastima a los ciudadanos y los despoja de su derecho a disfrutar con certeza de sus espacios públicos, su patrimonio, su familia y, por ende, su vida. Es un importante parámetro para medir la capacidad de las autoridades para mantener el monopolio legítimo de la violencia y, por lo tanto, es un elemento sustantivo para valorar el desempeño político y el liderazgo gubernativo. Es, además, una variable cada vez más utilizada para medir la competitividad.
En las campañas de 2012 el Gobierno Federal y el PAN defendieron la razón de su estrategia de lucha contra el crimen y prometieron su continuidad, mientras que el PRI y su candidato se centraron en la necesidad de implementar cambios sustantivos a la misma y de enfatizar políticas sociales de carácter preventivo.
Todo ello en el contexto de un balance muy negativo donde la percepción de inseguridad ciudadana durante el sexenio del Presidente Calderón se mantuvo en un promedio de 80%, según la encuesta de Consulta Mitosfky y de México Unido contra la Delincuencia. 55% de la población consideraba que la estrategia gubernamental “no tuvo éxito” y sólo 30% expresaba su consenso.
Más allá de factores específicos de la pasada contienda electoral, tengo la certeza de que el tema de la inseguridad se convirtió en un elemento decisivo en la derrota del PAN.
Al PAN le faltó idea, imaginación, conexión con las expectativas ciudadanas, reconocimiento del imaginario social y pulso para proponer cambios efectivos a la estrategia gubernamental de combate al crimen organizado, ya agotada a ojos de millones de mexicanos. La lección: Sin una lectura adecuada de la realidad, no se pueden diseñar estrategias eficaces para conservar el poder porque las elecciones son un referéndum a la acción de gobierno.
El discurso presidencial tiene un enorme poder para cambiar la percepción de los ciudadanos. Peña Nieto, apoyado en una reingeniería de su comunicación política, ha cambiado los referentes del discurso del pasado gobierno. Atrás quedó la violencia y la delincuencia para dar paso a los pactos políticos, las reformas estructurales, la lucha contra el hambre y la pobreza extrema, mientras el miedo, las ejecuciones, extorsiones y secuestros se han incrementado en diversas regiones del país, como el Estado de México, su propia cuna política.
Hace unos días, el Presidente lanzó un programa de carácter preventivo que contempla la reconstrucción del tejido social, la generación de oportunidades, empleo, educación, salud. Todo esto está bien, son elementos de política pública cuyos beneficios no podemos negar porque van a las causas profundas del problema.
Estoy convencido que este esfuerzo debe ir acompañado de tareas que están pendientes, que no fue posible concretar por la falta de voluntad y en ocasiones la abierta oposición de los propios gobernadores del PRI. Hablo de policías únicas, honestas y profesionalizadas, sistemas eficaces de inteligencia, estrategias de seguridad coordinadas entre los tres órdenes de gobierno a nivel territorial, voluntad para construir una auténtica política de Estado en la lucha contra el crimen.
Sonora es prueba que dicha estrategia da resultados. Somos el estado más seguro de la frontera norte y a nivel nacional, gracias al compromiso del gobernador Guillermo Padrés y de su secretario de Seguridad Pública, Ernesto Munro.
La inseguridad no ha disminuido, esta es la percepción colectiva, y para garantizar la paz y la certeza que anhelan millones de mexicanos no basta con reorientar el discurso presidencial para crear cortinas mediáticas y focalizar la atención hacia otras agendas que resultan también prioritarias para la opinión pública, sino demostrar que hay capacidad política, visión, para impulsar una estrategia integral y eficaz de combate al crimen que ofrezca resultados visibles en el corto plazo. Ese es el desafío para el gobierno de Peña Nieto.