Se han cumplido los primeros seis meses del retorno del PRI a la Presidencia, y es un buen momento para hacer un balance inicial de lo logrado y de lo que está pendiente.
Las encuestas de Consulta Mitofsky e Ibpsos-Bimsa sobre la evaluación del gobierno de Peña Nieto, correspondiente al segundo trimestre de 2013, ofrecen datos duros acerca del sentir ciudadano.
No le va del todo bien al actual Presidente: la aprobación con la que llega a su primer semestre de gestión es de 57%; en el mismo periodo Calderón lograba un consenso de 65%, Vicente Fox 63%. Por su parte, la empresa Ibpsos-Bimsa, en su encuesta a abril, concluye que la aprobación de Peña Nieto es el 49%.
El problema más relevante en la opinión ciudadana, de acuerdo con estas encuestas, es la “crisis”, seguida de la “inflación”. La inflación de México fue de 4.6% durante abril de este año, la segunda más alta de las 34 naciones que conforman la OCDE. Y la inflación no es un mero asunto de cálculo macroeconómico: tiene un profundo impacto en la distribución del ingreso, en la capacidad de consumo de los hogares, en la calidad de vida.
Por otra parte, la Secretaría de Hacienda ajustó de 3.5 a 3.1% su estimación de crecimiento económico para 2013. Ello significa menos empleos, seguridad social, prosperidad. Se habla de posibles ajustes en el gasto, cuando el gobierno de Peña Nieto está apostando a más inversión pública y la construcción de un sistema de protección social universal sobre bases no contributivas, lo que implica un enorme desembolso de recursos fiscales.
Lo único que podría cambiar este pronóstico económico, nada alentador, sería la concreción de las reformas fiscal y energética hacia el segundo semestre del año. Sin embargo, como apuntan las cosas, vamos directo hacia un “choque de trenes”, hacia un debate muy polarizado en vista de la oposición de un amplio espectro de la izquierda y de los grupos radicales dotados de una gran capacidad de protesta social, contra toda propuesta de abrir a Pemex a la inversión privada y al incremento de la recaudación fiscal, vía IVA a medicinas y alimentos.
En tanto la violencia no cede y, hoy, ha colocado en una situación de franca ingobernabilidad a estados como Michoacán y Guerrero. El propio Distrito Federal, que se había conservado como una especie de “isla” en medio de la crisis de inseguridad generalizada, está enfrentando, ya, graves desafíos.
Sin duda el desplazamiento del discurso oficial de la violencia hacia la concreción de acuerdos en el marco del Pacto por México, está surtiendo algunos efectos positivos en el imaginario social. Sin embargo, las estrategias de comunicación política, por mejores que sean, no pueden velar lo que sucede en el “México real”.
El Pacto por México se ha transformado en una visión “totalizadora” de lo que precisa el país, busca convertirse en la “agenda nacional”. Si bien propicia los acuerdos partidistas, lo cierto es que sujeta y condiciona a las fuerzas de oposición a las prioridades y ritmos políticos del Presidente Peña Nieto. Él domina el discurso, cohesiona a los actores, define la visión estratégica, se lleva el capital político.
El Pacto está conduciendo hacia peligrosa reconcentración del poder en la figura del Presidente. Aplaudimos los consensos políticos para destrabar las reformas, sí; pero que sea con contrapesos reales, desde el Poder Legislativo, desde la sociedad civil, desde la alternancia y la pluralidad gubernativa.
La “presidencia imperial”, de la que hablaba Enrique Krauze, debe ser historia y no destino.