Qué año tan complicado. qué cambio tan dramático de los escenarios políticos y económicos.

Septiembre, con los terribles acontecimientos de Iguala, marcó un parteaguas, un antes y un después en la percepción del liderazgo gubernamental, de la solidez de las instituciones e incluso del estado de la seguridad nacional.

México era una estrella rutilante en el marco de la economía global hace apenas unos cinco meses. El Presidente Peña Nieto, en una negociación política sin precedentes con la oposición, había conseguido quitarle los grilletes a las reformas estructurales que habían estado paralizadas por décadas. Era el “momento de México”.

La tragedia de Ayotzinapa destapó la agenda de los grandes pendientes de México: un sistema político y gubernamental corroído por la corrupción, una debilidad endémica de las instituciones de seguridad y justicia, agravada por los hechos de violencia en Guerrero, y ahora también en Michoacán.

Sumado a ello, empresarios afectados, unos por las reformas aprobadas y muchos más agraviados por una reforma fiscal que contrajo severamente sus márgenes de utilidad y su capacidad de inversión. una clase media –baluarte del mercado interno y electoralmente clave- que está agobiada por más impuestos. brechas de desigualdad social inaceptables, donde millones de mexicanos se sienten excluidos del proyecto de modernización que impulsa Peña Nieto.

Por si fuera poco, una economía que no crece y donde el petróleo, sustento de las finanzas públicas, ha perdido 40% de su valor y registra su nivel más bajo desde mayo del 2010, y donde el dólar se dispara a niveles que no habíamos visto desde 2009, presionando los costos del sector productivo y con ello la inflación.

Un Presidente que parece haber perdido los hilos de mando en medio de sospechas de una falta elemental de ética pública, sumido en una crisis de liderazgo y enfrentado a demandas que van desde su renuncia hasta la implementación de cambios a un gabinete formado con base en sus redes políticas personales, en sus leales hombres de confianza, pero que no parece estar a la altura de los desafíos del momento.

No estamos ante problemas de coyuntura, sino ante una crisis estructural que se vino incubando en los últimos veinte años. Estamos ante un quiebre del sistema político, el cual ya dio de sí y requiere ser reemplazado por una nueva gobernanza, sustentada en la renovación democrática de las instituciones y en un ejercicio del poder que reconozca la centralidad del ciudadano en el diseño, instrumentación y fiscalización de las políticas públicas.

Vivimos en medio de una enorme simulación: por un lado un rico bagaje constitucional que hace al ciudadano portador de múltiples derechos políticos, económicos y sociales; por el otro, un sistema vertical, autoritario, clientelar, que en la práctica despoja al ciudadano, que secuestra lo público para ponerlo en manos de un pequeño puñado de burócratas y políticos ajenos a cualquier compromiso democrático.

Nuestro gran reto desde la sociedad civil es incrementar la masa crítica de los ciudadanos para estar en posibilidades de incidir en la reconstrucción del sistema y darle un nuevo rumbo a la Nación.

No toda la culpa es de los políticos. enfrentamos un preocupante déficit de ciudadanía, expresado en el altísimo porcentaje de la población (más del 80%) que no confía en los demás. Este bajo nivel de confianza interpersonal explica que México tenga tan sólo 35 mil organizaciones de la sociedad civil para un población de 120 millones de habitantes, lo que contrasta notablemente con Brasil (200 mil organizaciones para 195 millones de habitantes); Colombia (135 mil organizaciones para 47 millones); Estados Unidos, toda proporción guardada, un millón de organizaciones para 316 millones de pobladores.

Sin la participación ciudadana no sólo será mucho más difícil refundar el sistema sobre la base de nuevas reglas, valores y representaciones democráticas, sino que se corre el riesgo de que el proceso sea secuestrado por la partidocracia y los grandes intereses monopólicos.

Estamos ante el desafío de romper las resistencias al involucramiento ciudadano en los asuntos de interés público para lograr una mayor dispersión del poder, pero ello sólo podremos hacerlo desde una nueva articulación ciudadana en la que tendremos que trabajar intensamente hacia los próximos años.