“Asesinan a pasajero al negarse a entregar su celular”, “despojan de pertenencias a pasajeros en asalto a autobús”, etcétera, etcétera, son encabezados que se han vuelto parte de la cotidianeidad en
medio de la crisis de inseguridad que se vive en el país.
Las imágenes están ahí, en YouTube, en las portadas de los periódicos amarillistas; son imágenes que lastiman, que preocupan, porque indican, en primer lugar, que los ciudadanos viven en medio de una enorme indefensión por la incapacidad de las autoridades para brindarles la debida protección frente al embate de la delincuencia, y por otro lado hablan del nivel de agravio ciudadano.
La mayoría de las víctimas son mexicanos de escasos recursos. Muchos de ellos, con enormes sacrificios, consiguieron el teléfono móvil del que han sido despojados o el poco dinero que portaban al momento del atraco.
Los asaltantes no tienen un perfil socioeconómico muy distinto. Son, por lo general, personas jóvenes que no tuvieron oportunidades de educación y de movilidad social. Sin que nada justifique su proceder, también son víctimas, en este caso, de un sistema que excluye, que niega condiciones mínimas de inserción social. La escenografía no podría ser más devastadora: son pobres robando a otros pobres; es la realidad de un país profundamente injusto, desigual, inequitativo.
El pasado 31 de octubre ocurrió un hecho que conmocionó a la opinión pública nacional y ha sido, incluso, tema de interés en la prensa internacional. Un hombre, cuya identidad hasta el momento desconocen las autoridades, mató a balazos a cuatro atracadores en un transporte público que viajaba del Estado de México hacia la capital del país; y, después de reponer sus bienes a los pasajeros, desapareció en las sombras de la madrugada sin dejar pistas. Ni el conductor ni los testigos han querido delatarlo. En el imaginario popular y también en los medios se habla del “vengador anónimo”, del “ángel exterminador”, del “justiciero”.
Se ha construido la figura de una especie de héroe popular. En lo personal, a partir de mi profunda convicción en el valor de la ley y sus instituciones, creo que estamos ante una pedagogía perversa, porque nadie –en cualquier país civilizado y democrático– tiene derecho a caminar por esta ruta.
Una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE) revela datos inquietantes: 4 de cada 10 mexicanos opina que los pasajeros hicieron bien al no denunciar al “vengador anónimo”; 48% se hubiera hecho, también, justicia por propia mano; 50% considera que, en caso de ser detenido, el “justiciero” debería ser tratado de manera distinta por las autoridades.
Cuando estudié ciencia política, aprendí el sentido de la expresión “estado de naturaleza”, de Thomas Hobbes. Éste plantea que “cuando los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en una condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos para preservar la vida de cada uno. No hay ley” (Leviatán). Lo único que puede regular las relaciones sociales y llevarlas a la civilidad y la armonía, son las instituciones, es el ejercicio de la legalidad, es la certeza de que el monopolio legítimo de la violencia le corresponde al Estado, no a los particulares, de acuerdo con Max Weber.
Alejandro Hope, experto en temas de seguridad, ha señalado que “La gente se siente desamparada y harta de ser víctima. En ausencia de la autoridad, este tipo de vengadores genera simpatía; es alguien que les defiende”. Estamos viviendo un estado de acelerada descomposición de la seguridad pública. Ello contrasta con un discurso gubernamental que busca posicionar la idea de que el fenómeno delictivo está disminuyendo de manera sostenida. Sin embargo, el día a día en la vida de los mexicanos desmiente esta versión.
Vivimos una cultura del miedo que mina nuestros derechos ciudadanos, el derecho a transitar, el derecho a la vida y a la propiedad. Es hora de actuar ya, con policías más profesionalizadas y mejor pagadas, con mejores sistemas de inteligencia y sistemas de procuración de justicia confiables. Hoy, el vacío de autoridad lo están llenando los propios ciudadanos con acciones como la del “vengador anónimo”, y eso es inaceptable para nuestra democracia y para nuestro futuro.