La protesta social es una expresión ciudadana de participación democrática. El derecho de manifestación está establecido en el artículo 6º constitucional, que a la letra señala: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público”.
Esto viene a colación por los hechos preocupantes que suceden en México: oficinas gubernamentales, recintos legislativos, sedes de partidos políticos incendiadas o vandalizadas; atentados contra bienes e instalaciones de empresas privadas; vías de comunicación bloqueadas.
El pretexto: el reclamo por la localización de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, un tema que a todos consterna pero que de ninguna manera puede constituirse en pretexto para el uso de la violencia como instrumento de protesta social, como ocurre en el estado de Guerrero, pero también en Oaxaca, Michoacán y el Distrito Federal.
Los grupos radicales responsables de la oleada de violencia –maestros disidentes, normalistas, células anarquistas- actúan a sabiendas de que tienen muy pocas o nulas posibilidades de ser castigados por delitos que pueden ser tipificados como “terrorismo” de acuerdo con el Código Penal Federal. El gobierno está paralizado porque sabe que una acción contundente dotaría a estos grupos de nuevos motivos de lucha (contra la “represión”, “la violación de los derechos humanos” “la criminalización de la protesta social”).
La incapacidad de la administración federal de poder descifrar el problema y la ausencia de ideas para enfrentarlo, sumado a su inacción, ha creado una peligrosa sensación de vacío de poder, de debilidad institucional, de que México va a la deriva, de que nadie tiene el control y nadie respeta la ley.
El daño a la imagen internacional de Peña Nieto y su gobierno es severísimo y costará mucho repararlo. Los mismos diarios extranjeros que hace apenas cuatro meses aplaudían sus reformas estructurales, hoy lo critican sin miramientos. The Wall Street Journal y TheNew York Times son contundentes: “Queda en evidencia el vacío de instituciones sólidas que hagan valer la ley”; Los Angeles Times pone en duda que el Presidente tenga “el impulso necesario para llevar a cabo su programa de reformas”.
Se cuestiona la existencia de resultados efectivos en la lucha contra la violencia del narcotráfico, The Washington Post habla del tránsito del “mexican moment” al “mexican murder” (crimen). The Economist va más allá: Peña Nieto “ha priorizado las reformas económicas y subestimado la ley y el orden como manera de modernizar a México, sin reconocer que ambas son igual de importantes”.
Por si fuera poco, ahora brota el tema de la casa de siete millones de dólares de la familia presidencial, lo que revive las sospechas de corrupción, uno de los mayores disolventes de la confianza ciudadana en los poderes públicos.
En medio de todo este contexto crítico, crece una hipótesis sumamente inquietante: no estamos ante hechos de violencia aislados, inconexos, coyunturales. Se trata de una estrategia de desestabilización pensada y coordinada desde los grupos guerrilleros que operan en los estados de Guerrero y Oaxaca, el EPR y el ERPI entre ellos, que encontraron en la masacre de Iguala y en la movilización social que este hecho suscitó, el caldo de cultivo para un levantamiento contra el gobierno.
¿Cómo fue posible que el gobierno no detectara estos focos rojos y tomara acciones oportunas para desactivarlos? Si no lo sabían, estaríamos ante una evidente falla de las áreas de inteligencia. Si lo sabían, estaríamos hablando de un grave caso de irresponsabilidad política.
El escenario es complicado, y el clamor generalizado de la sociedad mexicana es uno: ha llegado el momento de aplicar la ley y ponerle un alto a la violencia.