La política es el músculo del poder. Cuando se instrumenta con responsabilidad y sentido ético, permite construir consensos en sociedades diversas y plurales; suma voluntades para lograr los objetivos importantes que busca una comunidad; genera bienes públicos; fortalece la democracia como un sistema estructurado a partir de la confianza y la voluntad de los ciudadanos.
Hoy, sin embargo, la política es todo lo contrario: es una zona de opacidad refractaria a la mirada de los ciudadanos; es el arte de la simulación y el engaño; es herramienta para destruir al otro, al distinto; es sinónimo de una profunda descomposición moral, es corrupción.
Ninguna de las fuerzas partidistas que dominan el escenario político del país, escapa a esta preocupante dinámica.
En el PAN, líderes legislativos que organizan festejos propios de giros negros; dirigentes señalados por el presunto cobro de “moches” a alcaldes a cambio de la entrega de recursos públicos. Desde su fundación en 1939, Acción Nacional buscó refrescar la política, dotarla de una nueva calidad moral y poner por delante la libertad de los ciudadanos en contra de un sistema político de partido único sustentado en un control corporativo y clientelar. Poco queda hoy de la doctrina y los valores de rectitud política por los que lucharon sus fundadores. Los panistas han demostrado ser vulnerables a los “demonios del poder”, de los que hablaba Max Weber.
Del PRI, qué podemos decir. Cuna de una clase política que se enriqueció a costa del ejercicio de cargos públicos (“no quiero que me den, sino que me pongan donde hay”); presidentes convertidos en magnates, desde Miguel Alemán hasta Salinas de Gortari; exgobernadores como Arturo Montiel, Tomas Yarrigton y Humberto Moreira exhibiendo fortunas de escándalo, otros sospechosos de nexos con el narcotráfico; dirigentes sindicales que viven vida de reyes, Joaquín Gamboa Pascoe, Carlos Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia; líderes partidistas que patrocinan redes de trata de blancas como Cuauhtémoc Gutiérrez del PRI en el D.F. Todo ello en medio de una total impunidad: la lista priísta de personajes corruptos parece inagotable.
¿Y qué de la izquierda? Tocada también por la corrupción, prohija dirigentes impresentables como René Bejarano; gobernadores sospechosos de malversación de fondos públicos; funcionarios y delegados políticos en el DF que controlan redes de comercio informal y taxis piratas, venta de placas de circulación vehicular y permisos de construcción, o alientan la invasión de inmuebles de particulares para alimentar sus clientelas.
Estamos ante la derrota moral de la política y de los políticos. Nadie cree en ellos. De ahí las tendencias de los estudios de opinión pública: entre 70 y 80% de los mexicanos no está interesado en la política y desconfía profundamente de los partidos, diputados y senadores y jueces; la mitad no cree que México sea una democracia auténtica.
¿Qué estamos esperando para resignificar y dignificar la política para restaurar su carácter de herramienta para solucionar nuestros dilemas colectivos?. Para que asuma su papel en la construcción de una mejor democracia. Para que vuelva a ser el arte de recuperar las aspiraciones ciudadanas con respecto al rumbo y sentido de las políticas públicas.
Todos perdemos al perder la política y sus instituciones representativas. ¿Hacia dónde queremos llevar al país?, ¿al caos y la desesperanza?
La partidocracia, en su soberbia y falta de conexión social, no está intuyendo los riesgos de esta desintegración ética de la política. Enfrentamos un próximo proceso electoral en 2015 con un creciente descontento ciudadano hacia los partidos. ¿Hasta dónde llegará la abstención y el voto nulo?, ¿qué más necesitan los partidos y sus dirigentes, y nosotros los ciudadanos para cambiar y darle un golpe de timón a la política?
Los plazos para esta reingeniería son cortos. Es urgente iniciar una reforma profunda y ciudadana de la política, rescatarla con discursos y prácticas que representen verdaderamente el sentir de los mexicanos, con líderes honestos, capaces y sensibles. Es la hora de hacer valer nuestro peso en la construcción de una política a favor de la gente, tú, yo, nosotros, todos.