El 2013 ha estado marcada por la presencia de una intensa protesta social en el país y en el mundo.
La molestia por el alza de impuestos y la falta de resultados de los gobiernos han movilizado a los ciudadanos, que ya no están dispuestos a seguir esperando que los políticos tengan sensibilidad y apertura.
Este año vivimos varios ejemplos: los movimientos contra el Comun y el cobro de derechos por el reemplacamiento en Sonora, la protestas y declaraciones contra la reforma fiscal en la frontera norte y la nueva tarifa del Metro, la columna vertebral del transporte público del DF.
Este último caso, se ha convertido en un laboratorio para analizar la movilización que encabeza un colectivo de jóvenes muy diverso, donde lo mismo figuran estudiantes universitarios y el movimiento #YoSoy132, que grupos de corte anarquista que se enfocan en acciones violentas.
Aquí es pertinente revisar lo acontecido en Brasil a partir de las movilizaciones que detonaron en junio como consecuencia del alza a las tarifas del transporte público, un movimiento que se ha extendido a cuestionamientos sobre la calidad de la educación, de los servicios de salud y, algo muy importante, a la corrupción de la clase política local y al excesivo gasto que está realizando el Estado brasileño en la organización del Mundial de Futbol de 2014.
Mientras en México las autoridades se muestran “paralizadas” frente a la protesta social, en Brasil generó un profundo cambio institucional y de política pública, lo que muestra un enorme contraste entre visiones y soluciones entre los gobiernos de los dos países.
Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, señaló al periódico español El País la percepción de lo que ocurre en esa nación sudamericana: “Nos dimos cuenta de que había un aspecto importante en las manifestaciones, que era un descontento con la calidad de los servicios públicos”. “Esas manifestaciones, dice Rousseff, fueron fruto de dos procesos: la democratización y el crecimiento. El crecimiento del salario, del empleo, del crecimiento de las políticas sociales que elevaron a la clase media a millones de personas. Esas personas que salieron de la miseria tenían reivindicaciones relacionadas con cuestiones de salud, de educación, de movilidad urbana. Hablamos de una nueva clase media”.
Las clases media y alta, después de las exitosas políticas sociales y económicas de los últimos 12 años de gobiernos de izquierda, llevaron a que éstas ocuparan el 60% del espectro demográfico. “Aprendimos, dice la Presidenta de Brasil, que las personas cuando tienen democracia quieren más democracia. Cuando tienen inclusión social, quieren más inclusión social. Salir de la miseria sólo es el principio de otras reivindicaciones. Eso es que las protestas muestran”.
De ahí, el gobierno brasileño decidió que había que ir más allá de las políticas centradas en los más pobres e instrumentar una política para las clases. Puso así, en marcha, una ambiciosa agenda de reformas sociales, de sanidad, de infraestructura de transporte, así como cambios políticos tendientes a frenar la corrupción y favorecer la transparencia.
El gobierno brasileño, dice Rousseff, decidió “escuchar la voz de las calles, porque convivir con las manifestaciones es intrínseco a la democracia. No es un episodio fortuito, o un punto fuera de la curva: es la curva”.
En México no hay firmeza para contraponer la fuerza de la autoridad a las expresiones ilegales de descontento. En más de las ocasiones, ni siquiera hay una idea de cuáles pueden ser los caminos para un diálogo constructivo, ni mucho menos una propuesta de política pública que responda a sus anhelos y expectativas de los descontentos. Sí, entre la experiencia brasileña y la mexicana hay una enorme diferencia. Es la distancia entre la miopía y la inteligencia.