Brasil ha sido en los últimos 12 años un caso ejemplar de progreso económico y social: crecimiento del PIB e inversión extranjera sin precedentes, una industria petrolera pujante y liderazgo tecnológico a nivel global.
En ese lapso, entre la administración de Lula (2003-2010) y los dos primeros años de Dilma Rousseff, se crearon 19 millones de empleos formales, el salario mínimo subió de 80 a 350 dólares, 33 millones de personas salieron de la pobreza y 40 millones ascendieron a la clase media. El presupuesto de educación se elevó de 13,000 a 32,000 millones de dólares y se crearon 140 universidades federales y locales, garantizando el acceso a una formación profesional a los hijos de las familias más pobres.
Los resultados han sido impresionantes. Sin embargo, Brasil es hoy el escenario de un profundo malestar social. ¿Por qué?
Hace apenas unos meses las encuestas mostraban una sociedad satisfecha y optimista. Pero, de pronto, las calles se llenaron, y la popularidad de la presidenta Rousseff que a principios de junio alcanzaba 74% se ha colapsado hasta llegar a 49%. Se teme, incluso, que no logrará la reelección en los comicios presidenciales de 2014, año crítico por la celebración del Campeonato Mundial de Futbol, coyuntura propicia, como la de la pasada Copa Confederaciones para hacer más visibles las protestas sociales.
¿Por qué un descontento de estas dimensiones en un país que es más rico, tiene menos pobres y es más democrático? Dicen algunos analistas que la culpa es, paradójicamente, de quien les dio a los pobres un mínimo de dignidad.
Los pobres que han transitado a la nueva clase media –la mayoría de los descontentos- han tomado conciencia de haber dado un salto cualitativo en la esfera del consumo y la ciudadanía económica, pero ahora quieren más. Quieren servicios públicos de primer mundo, que no los tiene Brasil; quieren un sistema educativo que además de aceptarlos, les brinde una formación de calidad que garantice su inserción a un mercado de trabajo dominado por las nuevas tecnologías y estándares elevados de productividad y competitividad. No lo tiene Brasil. No quieren ser los marginados de la modernidad.
Quieren hospitales dignos, sin meses de espera, sin colas inhumanas, donde sean tratados como personas.
Quieren una democracia efectiva donde los partidos no sean un negocio para enriquecerse; quieren que los políticos corruptos vayan a la cárcel; quieren un sistema de justicia con menos impunidad, una oposición que cree contrapesos al poder.
Están hartos del despilfarro en obras públicas que consideran inútiles como nuevos estadios de futbol y la organización de certámenes deportivos, cuando 8 millones de familias brasileñas carecen de vivienda; quieren una sociedad menos desigual. 80% de los manifestantes no milita en ningún partido. La calle y las redes sociales se han convertido en su espacio de expresión pública, estructuración y movilización.
Dos lecciones centrales se derivan del caso brasileño y que debemos tomar muy en cuenta en México, donde buscamos avanzar por una ruta muy similar a la de Brasil para resolver nuestros dilemas sociales.
Primero, no basta con hacer crecer la economía y reducir la pobreza, si no se construyen, paralelamente, nuevas instituciones y mecanismos de representación democrática capaces de procesar los anhelos de estas nuevas clases medias que exigen eficacia gubernamental y transparencia. Una partidocracia acartonada, ajena al sentir ciudadano, y un gobierno opaco y cerrado a las voces de los sectores sociales emergentes, son un caldo de cultivo potencial para la emergencia de la protesta.
Segundo, no basta con la cantidad de bienes públicos que se proveen a la población, sino que también hay que considerar la calidad de los mismos.
En México estamos ante el reto de asumir estos nuevos escenarios de complejidad y conflictividad social si no queremos vernos, en muy corto plazo, en el espejo de Brasil. Es tiempo de imaginación y prospectiva política.