La centralización del poder en el Presidente de la República es un tema que preocupa a amplios sectores.
Sin embargo, como lo señala René Delgado en Reforma, el estilo personal de gobernar de López Obrador tendrá que encontrar, tarde o temprano sus límites para llegar a un entendimiento de que llevar las riendas de un país complejo y plural exige mesura, capacidad para dialogar y construir consensos con los distintos, disposición a darle al ejercicio del poder un carácter auténticamente republicano.
El Presidente deberá entender que contar con contrapesos es sano para un régimen democrático, permite corregir y hacer más eficaces las políticas públicas, dotar de legitimidad a las decisiones del Ejecutivo, fortalecer la gobernabilidad.
La actual ruta de confrontación no le conviene a nadie. Pierde el Presidente, que desgasta su enorme bono político en el conflicto permanente con aquellos a los que ubica como sus contrincantes: los conservadores, una categoría amplísima donde cabe lo mismo la prensa fifí que diversos actores políticos.
Esta dinámica ya está teniendo impactos en la popularidad del Ejecutivo federal. De acuerdo con la encuesta de la Consultora México Elige, que se aplica por Facebook, la aprobación a AMLO cayó de 73 a 62% de febrero a abril, y su calificación de 68.8 a 57.5% en el mismo lapso. ¿Por qué no reserva el Presidente su capital político para enfrentar los desafíos que se avecinan?
Hablo de desafíos complejos que sólo podrán afrontarse, exitosamente, con un elevado grado de unidad nacional.
El primero de ellos es una economía que tendrá un precario crecimiento en 2019, poco más de 1%, limitando con ello la generación de empleos de calidad, que son el principal instrumento para superar la pobreza, contar con recursos sanos para financiar las ambiciosas obras de infraestructura que proyecta su gobierno, la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya, el corredor transístmico.
Más aún, la Secretaría de Hacienda ya prevé dificultades para contar con recursos suficientes que permitan financiar los programas sociales de su gobierno, sustentados en la transferencia masiva de dinero a sectores altamente vulnerables y la reactivación del campo. La solución está en generar verdaderos incentivos para la inversión privada, uno de ellos sería retomar el proyecto del nuevo aeropuerto de Texcoco, un tema en el que insisten cada vez más analistas financieros.
También habría que pensar en una reforma fiscal redistributiva, aunque el compromiso del Presidente ha sido el de no cobrar más impuestos. El criterio para no elevar la carga fiscal no guarda relación con la racionalidad económica, es producto de un mero cálculo político: “es impopular cobrar impuestos”.
El ir contra las reglas de la economía de mercado, ha tenido resultados funestos en el pasado: elevada inflación, crisis económicas, incremento de los niveles de pobreza. Con esto no quiero decir que no haya otra ruta, o que el mercado no requiera regulaciones, pero mientras tengamos una economía globalizada tendremos que seguir su lógica si es que no queremos poner en riesgo la estabilidad.
El peor escenario sería el de un Presidente acorralado por la falta de recursos presupuestales que decida dejar atrás la disciplina financiera. “La responsabilidad con una macroeconomía sana no es un tema de derechas, es una obligación de todo gobierno democrático”, es la única vía para lograr cambios estructurales en los niveles de vida de los ciudadanos y abatir la pobreza. La idea no es de un neoliberal, es del expresidente socialista, Felipe González.
El Presidente afronta otros retos insertos en zonas donde su poder no manda: la acción de grupos radicales como la CNTE; las decisiones de inversión del sector empresarial; la política migratoria y la crisis de los refugiados que se modelan en una compleja relación con los Estados Unidos; el crimen organizado (vamos hacia el trimestre más violento de la historia reciente del país). La solución no está en concentrar más poder buscando, esta vez, el control de la Suprema Corte de Justicia.
La respuesta es avanzar hacia un proyecto nacional consensuado que le permita al Presidente aprovechar su enorme margen de legitimidad para realizar los cambios urgentes que el país requiere: el fortalecimiento del Estado de derecho, el castigo a la corrupción, una economía con rostro social, la construcción de un gobierno eficaz y el combate a la desigualdad a través de eliminar los obstáculos a la prosperidad compartida. Ése es el camino.