En su libro Un México posible, Salvador Alva, Presidente del Tec de Monterrey, y José Antonio Fernández, presidente del Consejo de Administración de FEMSA, aseguran que hay al menos tres modelos de desarrollo: enfocarnos a la producción primaria, a la manufactura o a la creación de conocimiento. También dicen que se debe de decidir si se apuesta por una economía cerrada o una abierta.
En su recomendable texto muestran, con datos, argumentos y ejemplos contundentes, como los países que le han apostado a la creación del conocimiento y a la economía abierta han logrado mejores resultados en su crecimiento económico y en el PIB por persona que aquellos que optaron por otros modelos.
Parece que México se encuentra a medias en estas decisiones. Tenemos un modelo más enfocado a la manufactura, pero con apertura económica. El resultado es: avanzamos, pero no lo suficiente con relación a otros países que hace algunas décadas estaban más atrasados que México y hoy están en mejores posiciones.
Los autores del libro recomiendan una visión disruptiva para transformar a México, que contengan el desafío a viejos paradigmas a partir de:
- Reconocer la importancia de la educación de calidad y la cultura de la meritocracia como motores del desarrollo y la movilidad social.
- Aceptar que el talento es el factor crítico del futuro, por lo que hay que desarrollarlo, conservarlo y atraerlo, inclusive, de otras partes del mundo.
- Impulsar un gobierno digital para mejorar el desempeño del sector público y sus servicios, reducir costos y atacar la corrupción.
- Apostar por mejores ciudades, más habitables y sustentables, y reconocer que el impuesto predial como la principal fuente de financiamiento para las ciudadades.
Parece lógica y fácil la propuesta de Salvador Alva y José Antonio Fernández: apostarle a la economía del conocimiento. Pero, ¿qué decisiones estamos tomando para mejorar el futuro del país? Comentaré al menos una: la inversión en ciencia, tecnología e innovación.
La ley le otorga al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) la responsabilidad de coordinar los esfuerzos de política pública en materia de ciencia, tecnología e innovación. Y aquí viene la primera noticia: para 2019 se le asignó a esta función un presupuesto de 24,764.7 millones de pesos, que representa 0.4% del total del Presupuesto de Egresos de la Federación. Ello representa una reducción de 9% respecto a los recursos otorgados en 2018 y 0.12 del PIB nacional.
Para tener una idea de lo que representa esta decisión, comparemos este presupuesto con el de los países más desarrollados. Según datos del Banco Mundial, en el mundo el de gasto en investigación y desarrollo representó 2.22% del PIB en 2015. Destacan Israel con 4.27%; Corea del Sur, 4.23%; Japón, 3.28%; y Estados Unidos y China, 2.07%.
Estamos muy lejos de contar con los recursos económicos para impulsar una economía basada en el conocimiento, como sugieren Alva y Fernández. Pero esperemos que al menos se dé una revisión y una replanteamiento del gasto en ciencia, tecnología e innovación, que permita mayor rentabilidad a los escasos recursos asignados.
Es urgente para nuestro país hacer una apuesta seria y determinante para el futuro, no solamente a partir de los programas y recursos federales, sino también en los gobiernos locales, entre las empresas y la sociedad en general. Estamos en un momento histórico. Estamos a mitad de la tabla en los comparativos de crecimiento económico y desarrollo. Es momento de pensar en el futuro y ser disruptivos, como lo recomiendan y argumentan los autores de Un México posible.
¿Nos animamos? Recordemos que las decisiones, como los medicamentos y algunos productos, tienen fecha de caducidad, y creo que en apostar por la economía de conocimiento vamos tarde, pero aún tenemos oportunidad.