López Obrador no ha tomado aún las riendas de la Presidencia de la República que ganó con un voto abrumador en las pasadas elecciones del 1º de julio, y ya anuncia cambios a leyes y políticas públicas, expone mediáticamente a quienes integrarán su gabinete, avisa que someterá temas polémicos, como la construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México a una consulta popular, se reúne con funcionarios de primer nivel del gobierno de Trump.
Nunca en la historia política de México, un presidente electo había mostrado tal hiperactividad durante el prolongado lapso de tiempo que dura la transición (cinco meses). Peña Nieto ha desaparecido prácticamente de la escena pública para dejar a su lugar a AMLO. No bien empezamos a digerir una noticia relacionada con la agenda del nuevo gobierno, cuando ya estamos inmersos en otra más. La velocidad es tal, es tal la prisa por mandar mensajes de que nos encaminamos hacia un cambio de fondo en la vida del país, que esto está generando incertidumbre y confusión cuando no abierto rechazo.
Una de las iniciativas más polémicas es la eliminación de las delegaciones federales en los estados y su sustitución por 32 coordinadores estatales de programas de desarrollo. El argumento se justifica a partir del compromiso de austeridad republicana de la nueva Administración; de acuerdo con AMLO, “hay hasta 20 delegaciones federales en algunas entidades federativas, es mucha burocracia y está muy bien pagada”.
Es cierto que las delegaciones están lejos de ser un modelo de eficacia y transparencia. Muchas son ocupadas por personajes cuyo único mérito es pertenecer al mismo partido que el Presidente de la República o el Gobernador. Las delegaciones sirven para construir candidaturas o se usan como premio de consolación para aspirantes derrotados. La coordinación entre delegados federales no sólo es nula, sino que existen en ocasiones desacuerdos insalvables entre ellos que merman la eficacia de las políticas públicas.
Estos delegados cuentan con una vasta y cara estructura burocrática, tienen a su servicio camionetas de lujo, vales de gasolina, viáticos, celulares, boletos de avión sin límite, ocupan oficinas que le cuestan muchísimo al erario público y, lo más preocupante, se llevan al bolsillo jugosos recursos a través de licitaciones y contratos de obra pública. Todos estos rasgos negativos se vieron profundizados en la Administración de Peña Nieto donde la estructura de delegados se politizó y partidizó como nunca antes para transformarse en una eficaz herramienta de operación electoral.
Todo lo anterior es cierto y era urgente implementar medidas severas. Sin embargo, la austeridad es sólo una narrativa, un enunciado que ha ganado enorme popularidad entre aquellos que votaron por el tabasqueño, porque el verdadero propósito de AMLO es la concentración del poder. Se trata, en pocas palabras, de un brutal retorno al centralismo y una operación política para construir la presencia territorial y la base partidista de Morena en los estados.
Pongamos, por ejemplo: si el gobernador de Oaxaca quiere construir una carretera, el de Durango implementar un programa social o el de Yucatán contar con más recursos para el combate a la inseguridad, tendrán que negociar con el delegado especial de AMLO quien fungirá como una especie de gobernador paralelo sin haber hecho campaña, sin haberse sometido al escrutinio de los ciudadanos.
Armados de presupuestos y políticas públicas, estos delegados plenipotenciarios de Morena se impondrán como un poderoso contrapeso a los gobernadores del PRI y el PAN que gobiernan 27 de las 32 entidades federativas. Si el objetivo es que no haya otro Javier o César Duarte, otro Roberto Borge o Tomás Yarrington, no tendría reserva alguna en apoyar la iniciativa, pero todo indica que detrás existen objetivos políticos inconfesados.
Lo digo porque no hay el más tímido intento de nombrar como delegados especiales a personas con algún perfil técnico: todos son militantes de Morena, algunos, como Delfina Gómez en el Estado de México y Carlos Lomelí en Jalisco, acaban de contender por la gubernatura de estas entidades.
Estamos ante una propuesta de López Obrador que será fuertemente cuestionada porque nos remite a los viejos esquemas del centralismo porfiriano, viola la autonomía de los estados y utiliza una estructura de militantes pagada con recursos públicos para construir un férreo control político sobre el último bastión que le queda a la oposición: las gubernaturas.
El riesgo de un Presidente con tanto poder es que pierda el piso y que piense que puede controlarlo todo y avasallarlo todo, cuando las dos terceras partes del electorado no votaron por él. Nada por encima de la democracia y del Pacto Federal porque eso implicaría un retorno al autoritarismo.