En el célebre trabajo “Por qué fracasan las naciones: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza”, sus autores Daren Acemoglu y James Robinson, afirman que la clave de la prosperidad está en la calidad de las instituciones. Y si algo precisamente ha quedado claro en México en estos años, ha sido el deterioro profundo del andamiaje institucional que le da soporte a la economía, la seguridad y la paz social, la impartición de la justicia, la regulación democrática del acceso al poder, la transparencia y la rendición de cuentas.
Las instituciones son algo en permanente construcción, son producto de la voluntad política, del deseo de una comunidad de vivir bajo un régimen donde imperen las reglas y no la ley de la selva. Cuando las instituciones no cuentan con legitimidad social, se crea un vacío que es llenado por el desencanto hacia la democracia y los llamados a sustituir estas herramientas indispensables de la gobernabilidad por liderazgos populistas que prometen resolver lo público a partir de su voluntad y sus cualidades personales.
La insatisfacción con el desempeño de las instituciones y su uso faccioso se ha traducido en mal humor social. Y no es para menos.
La fragilidad institucional genera corrupción, explica por qué tenemos tantos gobernadores que se enriquecen de manera inexplicable, por qué el gobierno federal otorga el 71% de sus contratos sin licitar. Mientras esto sucede, seguimos sufriendo por la falta de voluntad de los distintos actores políticos para concluir las fases pendientes del Sistema Nacional Anticorrupción.
La fragilidad institucional genera inseguridad. La ausencia de cuerpos policiacos confiables, capacitados, sujetos a exámenes de confianza periódicos y comprometidos con el servicio al ciudadano, explica el por qué la violencia ha crecido de forma descomunal en los últimos años, y por qué no podemos regresar a sus cuarteles a los militares, que se han transformado en el pilar del combate al crimen organizado con enormes costos para su prestigio e imagen.
La debilidad institucional genera desconfianza en la democracia. El escepticismo ciudadano ante la capacidad del Instituto Nacional Electoral para garantizar comicios limpios e imparciales, genera un peligroso ambiente que puede llevar a la polarización y la confrontación en caso de que tengamos resultados muy cerrados el próximo 1º de julio, como todo indica que habrá de suceder.
La crisis institucional alcanza también al Poder Judicial ante la evidencia de jueces incapaces y corruptos. Las cárceles están llenas de pobres, mientras resulta excepcional que la justicia alcance a quienes tienen poder o privilegios. Los infractores de la ley caminan tranquilos con la certeza de que la posibilidad de ser sancionados por la autoridad, es prácticamente nula. Solamente 3 de cada 100 procesados en México son condenados.
La crisis institucional alcanza también a la política social de cara a los sofisticados esquemas utilizados para desviar 6 mil 879 millones de pesos del presupuesto de la Secretaría de Desarrollo Social, como lo ha expuesto la Auditoría Superior de la Federación, mientras los responsables no han sido ni siquiera llamados a declarar. Esto ha dejado en evidencia la vulnerabilidad de los mecanismos de fiscalización del gasto social, y genera sospechas sobre la posibilidad de un masivo uso clientelar de los programas de esta dependencia en el marco de los comicios de este año.
Hoy, estamos viviendo un nuevo capítulo de este descrédito de las instituciones, por el uso faccioso del aparato de procuración de justicia para atacar a los opositores al gobierno, en este caso a Ricardo Anaya, un hecho que ha provocado la más profunda indignación en diversos sectores: intelectuales, académicos, líderes de la sociedad civil, empresarios.
La burda utilización de la PGR para tratar de sacar de la contienda al candidato del Frente conformado por el PAN, el PRD y Movimiento Ciudadano, habla de un operativo orquestado desde las más altas esferas del poder gubernamental. La trama contra Anaya ha contado también con la participación de la Secretaría de Hacienda, el Sistema de Administración Tributaria, la Secretaría de la Función Pública, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional.
El gobierno, en su afán por llevar a su candidato a la silla presidencial, ha mostrado que no le importa la ética política, la decencia, el apego al Estado de derecho. Esta es una guerra hay que ganar a toda costa.
El andamiaje institucional está podrido, no aguanta más, ha perdido su capacidad para garantizar condiciones de certeza mínima a los ciudadanos. No admite parches, demanda una reingeniería de fondo que sólo puede provenir de un sólido consenso social, que proponga rehacer el entramado jurídico y político.
Se trata, ni más ni menos, de un necesario cambio de régimen y de sus instituciones.