La desigualdad ha sido el signo de México, desde su surgimiento como nación independiente, hasta nuestros días. La desigualdad se expresa en todos los terrenos de la vida nacional: entre grupos sociales, mujeres y hombres, grupos étnicos y no indígenas, pobladores urbanos y rurales, regiones y entidades federativas. Sus raíces son complejas, como complejas son también las soluciones para enfrentarla y cerrar las asimetrías que nos dividen y muchas veces nos confrontan, que rompen la cohesión social y debilitan el sentido de pertenencia de millones de mexicanos.
La desigualdad mina el desarrollo económico, genera violencia y mal humor social. La desigualdad lastima, es inmoral. Y no me cabe duda que aquel candidato que logre establecer una agenda convincente para reducirla, tendrá a su favor una proporción importante del voto ciudadano.
De acuerdo con Gerardo Esquivel, investigador de El Colegio de México, el 1% más rico de la población recibe la cuarta parte de toda la riqueza que produce el país. 10% de la parte más próspera de la población en México, recibe casi 60% del ingreso total nacional. Son cifras escandalosas, preocupantes.
Un dato más de un sistema de distribución del ingreso injusto e insostenible: debido a la inflación anual más elevada en lo que va del siglo (6.8%), el Índice de Tendencia Laboral de la Pobreza del CONEVAL concluye que en los últimos meses 1.8 millones de mexicanos se sumaron a los que no tuvieron ingresos suficientes para adquirir la canasta básica de alimentos; ello mientras que se anuncia que el sector financiero mexicano obtuvo ganancias históricas en 2017 por $135 mil 735 millones, superiores en 29% a las logradas en 2016. Inaceptable.
Las desventajas para los mexicanos ubicados en la base de la pirámide social se inician, prácticamente, desde que nacen: tienen acceso a sistemas de salud precarios (lo acabo de constatar con la historia de un amigo cuya hermana sufrió una fractura y tuvo que deambular por cinco hospitales públicos distintos sin lograr recibir atención, el Seguro Popular es todavía un pobre sistema de salud, ideado para pobres); sufren malnutrición (anemia, desnutrición crónica, sobrepeso, obesidad); reciben educación en sistemas secuestrados por mafias sindicales, todo lo cual deriva en un capital humano que no tiene posibilidad de insertarse competitivamente en el mercado de trabajo. Origen es destino para millones de niños y jóvenes de las familias más humildes, que quedarán atrapados en el círculo vicioso de la pobreza y que estarán condenados a reproducirla intergeneracionalmente, porque sus hijos también serán pobres.
Del otro lado, están las élites, a cuyo estudio ha dedicado Carlos Elizondo Mayer Serra, un estudio espléndido “Los de adelante corren mucho. Desigualdad, privilegios y democracia”. Las clases privilegiadas son dueñas de grandes privilegios. A ellas pertenecen los 1.2 millones de mexicanos que acaparan el 25% de toda la riqueza del país. El investigador del CIDE recalca algo que he venido señalando a lo largo del tiempo: la única forma de imponer límites a estas élites y crear reglas parejas para todos, es a partir de las instituciones; de un Estado no capturado por los grupos de poder económico o político, o incluso por las organizaciones criminales, sino a partir de un Estado eficaz y competente.
El modelo económico ha tenido una gran responsabilidad en la concentración de la riqueza. Ricardo Becerra, en una colaboración (“Más allá del Consenso de Washington”) publicada en el libro “Y ahora qué. México ante el 2018”, ha planteado una gran provocación al señalar que “los cambios democráticos no han significado cambios sustantivos en la política económica, sino una continuidad asombrosa a pesar de la alternancia, la dispersión del poder y la competencia política”. PRI y PAN, los dos partidos que han encabezado la Presidencia, han sido incapaces de proponer un nuevo paradigma y romper con el mito que ha dominado desde los años ochenta: que la equidad es consecuencia del modelo económico y sus cuotas de prosperidad. Lejos de esto, los beneficios del crecimiento tendieron a concentrarse en la parte más rica de la población, profundizando así la desigualdad y la pobreza.
Es hora de entrarle a la discusión de algo que parecía intocable: la política económica. Basta, dice Becerra, de definir nuestros objetivos colectivos en términos técnicos (inversiones, control de la inflación, eficiencia, productividad) como si éstas fueran las únicas herramientas para alcanzar fines sociales.
Tenemos que someter a la política económica a la deliberación pública. “Los mercados no pueden tener más poder que los electorados”, señala Ricardo.
La clave está en revisar una política económica que castiga los ingresos y los salarios; que hace que unos vayan adelante y otros se queden muy rezagados; que no democratiza la prosperidad; que no brinda acceso a la ciudadanía económica a millones de personas. Se trata de modificar la política tributaria para gravar las fuentes de ingreso de los más ricos, evitar la evasión y los privilegios fiscales. Se trata de debatir la pertinencia de un Ingreso Básico Universal. Se trata de poner al centro de la discusión los costosos programas sociales que instrumenta el Gobierno Federal que sólo perpetúan la dependencia de la gente hacia los subsidios públicos, pero no les abren puertas de salida a la pobreza. Se trata de relanzar la agenda de la igualdad.
70% del electorado está enojado con un sistema político ineficaz, con una Presidencia que no ha logrado vender sus logros y que es reconocida más bien por su alto nivel de corrupción y su incapacidad para parar la violencia. Quieren propuestas disruptivas. ¿Tendrán los candidatos capacidad para satisfacer estas expectativas de cambio? Ya lo veremos.