La derrota electoral de Donald Trump y el triunfo de Joe Biden en las pasadas elecciones de Estados Unidos puede representar un nuevo vuelco en la historia política de nuestro presente: el inicio del fin de la polarización. ¿Podrá ser? Al menos así lo dejó claro en su discurso de toma de protesta el nuevo presidente estadounidense. Sabe que es un enemigo peligroso que se tiene que enfrentar de inmediato.
La polarización política no es nueva. Es parte de las herramientas de la lucha por el poder: dividir y contrastar entre dos grupos para destacar las diferencias positivas y magnificar los defectos de los contrarios como ética y moralmente inaceptables. Tal vez la diferencia mayor en nuestros tiempos serían dos elementos que han incrementado su impacto y peligrosidad: el uso de la emocionalidad y de las redes sociales para llegar a grandes audiencias.
La globalización trajo un momento económico de crecimiento a través de la expansión del mercado mundial de servicios y mercancías. Pero esta expansión no fue igual para todos: hubo perdedores y ganadores. A ello se sumó décadas de creciente y persistente desigualdad en sus diferentes vertientes, desde la económica, la social, la de género y hasta la racial.
Este contexto abrió la oportunidad para los polarizadores y sus principales impulsores, los populistas. Los populistas aprovecharon el crecimiento de los insatisfechos, y buscaron conquistarlos con grandes promesas de reivindicaciones económicas, políticas y sociales, sin importarles que lo difícil es cumplir o sostener sin las transformaciones a un sistema complejo, agotado y explotado por unos pocos.
Esta atractiva pero demagógica narrativa pudo llegar a grandes sectores gracias a las redes sociales, que han crecido exponencialmente desde finales de los años noventa para dominar hoy la conversación social. Las redes sociales se convirtieron para los populistas polarizadores en un medio altamente efectivo para conectar con las grandes audiencias de insatisfechos deseosos de buenas noticias. Para sus fines, éstos las llenaron de mensajes de odio e incluso de llamados a la violencia.
Los ambiciosos de poder, entendieron y aprovecharon el modelo de las redes sociales que se basan en un principio simple: captar la mayor atención de las audiencias a través de compartirles, por medio de elaborados algoritmos, mensajes que coincidan con sus gustos y preferencias, explotando el sesgo humano de la confirmación (si una información refuerza tu opinión, aunque sea mentira o imprecisa, es 90% menos probable que la identifiques como falsa).
Así fueron creciendo las “burbujas” de quienes piensan igual, aislados y sin oportunidad de conocer otros puntos de vista, manipulados con mentiras y una gran cantidad de desinformación. Nacieron hordas de simpatizantes y activistas incondicionales, emocionalmente atrapados por mensajes polarizantes que les simplificaban la realidad para manipularlos.
Empezaron a avanzar en la conquista del poder: Venezuela, Bolivia, Argentina, Nicaragua, Inglaterra, España, Estados Unidos, México, entre otros. Estados Unidos es el caso más evidente. Los saldos son terribles: desinstitucionalización, retrocesos democráticos, crisis sociales, políticas, económicas, sociales y civiles.
Frente a ello, lo sucedido antes de la toma de protesta de Joe Biden y su discurso como nuevo presidente de la Unión Americana nos ofrece, desde mi optimista punto de vista, algunas razones para pensar en que puede estar iniciando el fin de la polarización.
La decisión de algunos medios de comunicación tradicionales y de las principales plataformas sociales (Twitter, Facebook y YouTube) de retirarle los espacios a Trump para transmitir sus mensajes de odio y de manipulación (de acuerdo a la organización The Fact Checker, Trump difundió 30,573 afirmaciones falsas o engañosas, casi la mitad en su último año), impidió un daño mayor a la institucionalidad y la democracia norteamericana. Además puso en la agenda pública un tema urgente de fondo: ¿deben de tener los polarizantes populistas la libertad de distribuir sus mensajes de manipulación, odio e incitación a la violencia?
Más allá de quien debe regular el espacio de las redes sociales -los dueños de las plataformas, el debate público o los legislativos nacionales-, está claro que parte de la respuesta es que no podemos dejarles libre un arma de comunicación tan poderosa, sin reglas que protejan a los expuestos a la manipulación. Los daños están a la vista.
Aún falta mucho por hacer, pero la normalidad democrática y la racionalidad parece que están de vuelta en el mundo. Ya veremos.