América Latina está viviendo tiempos turbulentos.
Primero fue la rebelión popular contra Lenin Moreno en Ecuador, encabezada por el poderoso movimiento indígena, en rechazo a la imposición de medidas de austeridad y el alza al precio de los combustibles. La situación parece haber llegado a un punto de tregua, aunque las tensiones políticas continúan.
Luego siguió Chile donde la gente sigue saliendo a las calles para protestar contra un modelo neoliberal muy exitoso, pero que ha profundizado la desigualdad. Los chilenos no se sienten parte de los logros macroeconómicos que han derivado en un alto crecimiento que alcanza casi las tres décadas.
Las clases medias chilenas, producto de la bonanza del país sudamericano, demandan un acceso más equitativo a la educación, pensiones dignas, salarios que permitan acceder a los bienes más indispensables.
El presidente Sebastián Piñera despidió a su gabinete y anunció una serie de medidas entre las que se encuentran una ligera mejora de los salarios y las pensiones, la anulación al alza de las tarifas de electricidad, reducción del precio de los medicamentos, además de una rebaja a los sueldos de los altos funcionarios públicos y de los congresistas. Pero esto parece insuficiente.
Chile es un país donde la clase política está muy mal calificada por los ciudadanos y donde vota menos de la mitad de los electores. Existe un profundo desencanto con la democracia.
Ahora Bolivia está al centro de la tormenta. Evo Morales tuvo que dejar la presidencia que ocupó durante casi 14 años, desde 2006. Cosechó logros importantes a lo largo de sus tres mandatos presidenciales: Entre 2006 y 2018 el PIB creció a un promedio anual del 4.8%. El porcentaje de la población en pobreza bajó del 60 al 35%. La pobreza extrema pasó del 38 al 15%.
Un proyecto de izquierda, que al arranque provocó los más profundos temores debido al discurso indigenista, la narrativa de la lucha contra la oligarquía y la nacionalización de los hidrocarburos y del sector eléctrico, concluyó sentando las bases para una bonanza económica sin precedentes.
Evo Morales tenía todo para terminar su tercer periodo de gobierno y salir por la puerta grande. Sin embargo, cayó en la tentación de la mayoría de los populistas: eternizarse en el poder siguiendo el ejemplo de Rafael Correa en Ecuador, los peronistas kirchneristas en Argentina, los chavistas en Venezuela, Daniel Ortega y su esposa, verdaderos dueños de Nicaragua.
Un movimiento de masas y la presión del ejército obligaron a Morales a renunciar el domingo pasado, un mes después de que se declarara ganador de los comicios realizados el pasado 20 de octubre manchados por señalamientos de fraude. Ahora se encuentra asilado en México.
Chile y Bolivia ejemplifican, desde coordenadas políticas muy distintas, uno desde la derecha y otro desde la izquierda, lo insuficiente que resulta lograr buenos resultados económicos y bajar la pobreza para garantizar la gobernabilidad.
En el caso de Chile la desigualdad fue el elemento corrosivo que llevó a la quiebra al gobierno de Piñera, empeñado hoy en una reforma constitucional con amplia participación popular para cambiar el régimen jurídico heredado de la dictadura de Pinochet e incorporar el derecho a la salud y a la educación.
En Bolivia los ciudadanos demostraron que, por encima de la valoración de los logros económicos y sociales de Evo Morales, también les importa la democracia, el respeto a la legalidad y el Estado de derecho que fue lo que se violó de manera flagrante durante la pasada elección.
México debería verse en el espejo de esos dos países y colocar entre sus prioridades dos objetivos aspiracionales: crecer de forma sostenida y atemperar las desigualdades sociales, fortaleciendo su democracia y sus instituciones.
Aquí se avanza por el camino de una creciente concentración del poder y la dislocación institucional de los equilibrios y contrapesos, como lo hemos visto con la imposición de una militante de Morena al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
El actual gobierno parece desentenderse de la democracia y de las instituciones, y ahí está su mayor riesgo, es ahí donde se podrían estar incubando las raíces de una posible contestación social, de un punto de ruptura, que podría tener su primera expresión en los comicios de 2021.
La narrativa de la popularidad de AMLO puede afectarse al calor del desdén por la democracia y de los escasos resultados económicos y en materia de seguridad. Entendamos de una vez: la democracia, sus valores y sus prácticas, sí importan. Y ahí están Chile y Bolivia como botón de muestra.