De acuerdo con el Reporte Global de Competitividad 2018-2019 que elabora el Foro Económico Mundial, Chile es la economía más competitiva de América Latina y ocupa el lugar 33 a nivel mundial en este indicador; en tanto, de acuerdo con la misma fuente, Chile ocupa el primer lugar a nivel internacional en lo que respecta a estabilidad macroeconómica.
Por su parte, el Banco Mundial reporta que el PIB per cápita chileno es hoy de 16 mil dólares, mientras que en 2002 era de apenas 4 mil 400 dólares. Esto significa que se ha cuadruplicado en menos de 20 años. Esa cifra rozará los 31 mil dólares por persona en 2023, con lo que Chile entraría a formar parte del club de los países ricos.
Durante toda la etapa democrática, es decir desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990 hasta 2018, Chile ha crecido a una tasa promedio de 4.8%, un ritmo de crecimiento envidiable sustentado en la enorme demanda mundial de cobre y minerales, sus principales productos de exportación.
Mientras tanto, la proporción de la población en condición de pobreza bajó del 40% a menos del 10% en el periodo anteriormente señalado.
Chile ocupa el lugar 25 entre 126 naciones en el Índice de Estado de Derecho 2019 elaborado por el World Justice Project, que toma en cuenta, entre otros factores, la solidez del sistema de procuración de justicia, las prácticas anticorrupción y los niveles de orden público y seguridad.
Chile ha sido un país extremadamente exitoso en lo que respecta a la aplicación del modelo económico liberal y cuenta, además, con una gran fortaleza institucional y un sólido sistema democrático. Entonces ¿qué ha fallado? ¿por qué las protestas? ¿por qué una masa de jóvenes furiosos quemaron autobuses y estaciones del metro?
La chispa que incendió la pradera fue el alza al pasaje del metro en la capital chilena. Ante las movilizaciones, la respuesta del gobierno fue durísima. El presidente Sebastián Piñera, un “hombre brillante al que le falta corazón” dicen algunos, decretó el toque de queda en las principales ciudades y sacó al ejército a las calles para controlar la revuelta popular.
Apenas el viernes pasado un millón 200 mil chilenos marcharon en las calles de la capital para demandar pensiones dignas, educación gratuita y de calidad, acceso a servicios dignos de salud, alto a la represión, la renuncia del presidente.
Ricardo Lagos, quien encabezara los destinos de ese país entre 2000 y 2006, señala que hay una creciente disonancia entre el éxito macroeconómico y el estado de ánimo de las sociedades: “el crecimiento de la economía ya no implica, necesariamente, una mejora en los indicadores sociales. Una vez que se alcanza el límite de 20 mil dólares de ingreso anual por habitante, lo central pasa a ser la distribución del ingreso, la cohesión social, una alta movilidad social, la igualdad de oportunidades”.
La revuelta chilena es, también, una expresión de hartazgo hacia una clase política insensible, como la representada por el entonces ministro de economía del gobierno de Piñera, Juan Andrés Fontaine, hoy despedido de su cargo junto con todo el gabinete, al haber afirmado que el alza del precio del metro era “una oportunidad para madrugar y aprovechar la tarifa más baja” que se ofrece en las primeras horas de servicio.
La de Chile no es una rebelión tradicional contra la pobreza: es un estallido de clases medias hartas con el precio que tienen que pagar día a día por su ascenso social (Martín Hopenhayn). Es el descontento de ciudadanos que tienen que trabajar más de 45 horas a la semana; de estudiantes sobreendeudados que se enfrentan al sistema educativo más privatizado y más caro de América Latina (una carrera de odontología en una universidad particular cuesta aproximadamente un millón 300 mil pesos mexicanos).
Es la angustia de adultos mayores cuyas pensiones no alcanzan (la pensión promedio en Chile es equivalente a 6 mil 600 pesos mexicanos -por cierto en México copiamos su sistema de Afores); es la posibilidad de irse a la quiebra ante una enfermedad grave con un sistema de salud también muy caro y privatizado donde la calidad de la atención depende del nivel de ingresos.
El caso chileno señala con claridad que ha llegado la hora de revisar el modelo de desarrollo. De otra manera lo que seguirá será el populismo autoritario de derecha o el populismo demagógico de izquierda. El mejor antídoto es la justicia y la equidad, es cerrar las profundas brechas de desigualdad que nos lastiman.
Está en juego la gobernabilidad democrática no solo de Chile, sino del mundo.