Los acontecimientos del jueves 17 de octubre en Culiacán han puesto en el centro del debate la estrategia de seguridad que instrumenta la actual Administración.
Las fuerzas armadas tuvieron que emprender la retirada a raíz de la violenta respuesta del Cártel de Sinaloa para exigir la liberación de uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán, Ovidio Guzmán, quien había sido detenido en medio de un confuso operativo.
El grupo criminal tomó como rehenes a militares, amenazó con atentar contra la vida de familiares de soldados que viven en una zona habitacional de la capital sinaloense, bloqueó avenidas, incendió vehículos, utilizó armamento de alto poder y mostró una capacidad de fuego. Culiacán se transformó en un campo de batalla.
El presidente López Obrador apoyó la decisión del Gabinete de Seguridad de liberar a Ovidio Guzmán y cancelar el operativo ante el riesgo de un alto costo en vidas, lo cual ha sido interpretado como una “capitulación” del Estado, una “humillación” ante el crimen organizado.
Ante la debilidad de las corporaciones policíacas estatales y municipales, mal pagadas, equipadas y entrenadas, algunas infiltradas por la delincuencia, le ha tocado al Ejército y la Marina, instituciones a las que ahora se suma la naciente Guardia Nacional, llevar el mayor peso en el combate a la inseguridad, el cual se ha realizado en medio de enormes vacíos jurídicos y riesgos de desgaste de legitimidad e imagen.
Comparto la idea de que, ante la pésima planeación del operativo y la superioridad numérica y logística de los sicarios del Cártel de Sinaloa, no quedaba otra que dar reversa a las acciones. Nadie puede estar a favor de un baño de sangre.
Sin embargo, considero que lo ocurrido en Culiacán, constituye un incentivo perverso para otros grupos criminales que han aprendido que sembrar el miedo y el caos en una zona urbana con una importante exhibición de fuerza y capacidad logística, puede permitirles paralizar la acción de las fuerzas del orden público y lograr algunos objetivos estratégicos.
Me preocupa, también, un discurso presidencial que, bajo el lema de “abrazos, no balazos”, les impide a los cuerpos castrenses cumplir su papel constitucional de monopolizar el uso legítimo de la fuerza y los expone a una situación de vulnerabilidad.
La política de seguridad “humanista” del gobierno, lleva implícita la instrucción a las fuerzas armadas de evadir el enfrentamiento, y con ello el uso de la fuerza para jugar, simplemente, un papel presencial y disuasivo frente a sicarios equipados con armas poderosas y sofisticadas que no se tocan el corazón para masacrar soldados.
El Estado no puede renunciar al uso de la violencia institucionalizada. Y cito lo que dice “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo: “El que tolera el desorden para evitar la guerra, tendrá primero el desorden y luego la guerra”.
No podemos olvidar lo escritó por el teórico italiano: “Los hombres tienen menos cuidado a la hora de ofender a un príncipe que se haga amar que a uno que se haga temer”. Esto no quiere decir que apoye la política de “mano dura”, pero sí estoy a favor de una mano estratégica, una mano inteligente, una mano firme en materia de seguridad.
No es buena idea ejercer el gobierno pulsando las encuestas que miden la popularidad; ni pensar que solo distribuyendo dinero de manera directa y con programas sociales se desalentarán las causas estructurales de la violencia, cuando no ha quedado claro que exista una correlación directa entre pobreza e inseguridad.
Creo que vale la pena revisar y ajustar la estrategia de seguridad, cuidar al Ejército y la Marina, su ánimo colectivo, su fortaleza moral para seguir luchando contra el crimen organizado. Hay que evitar someter a estas instituciones a operativos desordenados, con altos riesgos y costos de imagen, como el de Culiacán.
Ambas instituciones gozan del más amplio respeto de todos los mexicanos por su labor en desastres naturales, por su entrega en la lucha contra la delincuencia. Soldados y marinos están en la más alta estima y confianza de los ciudadanos. Ahí están, siempre presentes, arriesgando la vida por todos nosotros.
Son héroes y deben ser tratados como tales. Honor y respeto a nuestras fuerzas armadas porque son un baluarte de la gobernabilidad y del Estado de derecho.