La economía importa, sí, y mucho. Ha sido la clave del éxito de muchos regímenes. Le permitió al Presidente Franklin D. Roosevelt luchar contra los efectos de la gran depresión de 1929 a 1932 en Estados Unidos, y sentar las bases de la larga ola de prosperidad que llevó a su país a convertirse en el líder mundial.
La economía fue la clave del “milagro mexicano”, esa ola expansiva que duró prácticamente tres décadas, de 1940 a 1970. El desarrollo estabilizador generó paz, inclusión y movilidad social; fue la mayor fábrica de clases medias que haya conocido la historia de nuestro país. ¿Cómo fue que se perdió este prolongado ciclo de prosperidad? Lo echaron por la borda las políticas irresponsables de los gobiernos populistas de Luis Echeverría y José López Portillo.
Un proyecto de cambio que no cuida la economía, sea de la ideología que sea, está condenado al fracaso.
Puede generar mucha retórica, crear símbolos poderosos, pero si no garantiza inversión, crecimiento, baja inflación, empleos de calidad, transparencia en el ejercicio de lo público, todo lo cual se traduce, a final de cuentas, en un nivel de vida digno y sostenible para la gente, entonces ese gobierno, ese régimen, ese liderazgo, no tiene futuro. Ejemplos sobran: Cuba y Venezuela, la Rusia de Putin.
El descuido de la economía ha tenido altísimos costos para México y sus habitantes. Tan solo el “error de diciembre”, la crisis de finales de 1994, sumó a 17 millones de mexicanos a las filas de la pobreza. No es aventurado señalar que el colapso de la economía marcó también el fin de la hegemonía del PRI, que perdió la mayoría en el Congreso en 1997 y la Presidencia de la República tres años después.
López Obrador ha enviado señales contradictorias con respecto a su visión del papel de la economía y del mercado en la construcción del cambio político que ha prometido.
Por un lado, ha buscado acercamientos con líderes empresariales, ha nombrado a competentes economistas al frente de la política hacendaria y del Banco de México. Sin embargo, insiste en manejar los hilos de la política económica desde Palacio Nacional, cancela proyectos estratégicos para el desarrollo por razones puramente políticas, desdeña a las calificadoras de riesgo, mientras fortalece un modelo petrolero obsoleto que tendrá un elevado costo para las finanzas públicas.
AMLO le apuesta a que la sola retórica anticorrupción habrá de atraer inversiones, pero no avanza en los hechos en la consolidación de un auténtico Estado de derecho, y está proponiendo cambios que pueden afectar los contrapesos al Poder Ejecutivo.
El Presidente celebra que el tipo de cambio se haya mantenido estable, pero no ve los focos rojos que sus decisiones están generando.
Una sonora señal de alerta la ha lanzado, no uno de sus críticos más acérrimos, sino Ricardo Salinas Pliego, un empresario cercano a su gobierno, y cuyo Banco Azteca se quedó, sin licitación alguna de por medio, con la distribución de más de 150 mil millones de pesos de apoyos sociales.
En una entrevista a The Economist, el magnate consideró “ridículo” suspender las alianzas entre Pemex y empresas privadas y cancelar la obra del aeropuerto; llamó a AMLO un “populista de izquierda” y señaló que los inversionistas no le tienen confianza y lo han “abrazado de mala gana”.
AMLO debe entender que es más fácil corregir la desigualdad redistribuyendo el ingreso que aboliendo el mercado, que es el motor del crecimiento y el progreso.
Debe aprovechar las ventajas que ofrece una economía basada en la información y el conocimiento, y desistir del retorno al obsoleto sistema nacionalista que nos puede aislar del mundo y sus oportunidades.
Debe convertir la inversión privada en una obsesión, como propusó el nuevo dirigente del Consejo Coordinador Empresarial, y dejar de pretender que solo con inversión pública podremos lograr un crecimiento económico del 4 o 5%.
Hay mucho construido: un modelo económico que requiere un mayor enfoque social y la implementación de un verdadero y sólido estado de derecho, pero que tiene sólidos fundamentos, un fuerte andamiaje institucional, la confianza de los mercados.
Pero, sobre todo, el Presidente debe entender que una crisis significará el fin de la Cuarta Transformación y cancelará toda posibilidad de cambio. Pierde él y perdemos todos nosotros.