En el año 1950, mientras el resto del mundo luchaba por recuperarse de la Segunda Guerra Mundial, Venezuela era el cuarto país más rico del planeta, medido por el tamaño de su Producto Interno Bruto por habitante. Todavía en 1988, era una de las naciones más prósperas de América Latina y su futuro parecía promisorio, apoyado en sus enormes reservas de petróleo (300 mil millones de barriles, las mayores del mundo). Entonces, ¿cuándo empezó la tragedia venezolana?
Inició con el arribo al poder de Hugo Chávez Frías en 1999, en un contexto de fuerte desencanto ciudadano hacia los partidos tradicionales. Teatral y demagogo, Chávez se comparó con Cristo en un evento de masas y tomó el látigo “para expulsar del templo de la democracia a los políticos corruptos, asaltadores del presupuesto durante 40 años”. No le faltaba razón.
En medio de un enorme respaldo popular que le permitió remodelar las instituciones a su gusto, Chávez impulsó la “revolución bolivariana” consistente en una serie de programas sociales enfocados a ampliar el acceso de la población más marginada a alimentación, salud, educación y vivienda. Todo esto, sumado a mejoras en la distribución del ingreso y la alfabetización, se tradujeron en una disminución de los niveles de pobreza entre 2003 y 2007.
Esto se pudo lograr, gracias a que entre 1998 y 2008, el precio del petróleo pasó de 9 a 130 dólares el barril, generándole al gobierno chavista un ingreso de 800 mil millones de dólares durante esa década.
Hoy, Venezuela produce sólo 1.1 millones de barriles diarios. Los gobiernos de Chávez y Nicolás Maduro, se cansaron de saquear a la empresa estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA). Este país, sin el petróleo, que representa el 98% de sus exportaciones, no es nada. Aún más, como señala el economista venezolano Gustavo Rojas, “Venezuela, sin petróleo, es Haití”.
Además de la debacle petrolera, la nacionalización de industrias estratégicas, los controles de precios y el desbocado gasto clientelar del gobierno, terminaron por generar una crisis económica que parece no tener fin. Hoy Venezuela tiene la inflación más elevada del mundo, su moneda no vale nada.
El drama humanitario es terrible: de acuerdo con la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela realizada por las principales universidades de ese país, 64% de los encuestados reporta haber perdido un promedio de 11 kilos en el último año por no poder acceder a alimentos.
Hay miles muertos y de presos políticos, una sistemática violación de los derechos humanos por un régimen autoritario que modificó ilegalmente la Constitución para mantener en el poder a Nicolás Maduro.
Por fortuna, hay signos de que nos acercamos cada vez más al final de esta historia de horror: la dictadura está cada vez más aislada a nivel internacional; se exhiben signos de fractura en el ejército, principal sostén del régimen; el valiente activismo y la permanente campaña de denuncia del Presidente a cargo, Juan Guaidó, ha creado un liderazgo alternativo; el descontento popular es ya incontenible. De acuerdo con una encuesta de Consulta Mitofsky, aplicada a habitantes de ese país, 8 de cada 10 quieren la salida de Maduro y aprueban realizar nuevas elecciones.
¿Hay peligros? Sí, muchos. Uno de ellos es que se desate una masacre o que Estados Unidos, cuyo gobierno ha reconocido como Presidente a Guaidó y ha llamado a sacar a Maduro del poder, decida una intervención armada con el pretexto de “salvaguardar los derechos humanos”. Lo que está en el fondo, es el interés en el valor estratégico del petróleo venezolano.
Como una expresión más de la tragedia que enfrenta, Venezuela sufrió recientemente el mayor apagón de su historia, el cual dejó sin energía durante cinco días, más de 100 horas, al 70% del territorio nacional.
Ante este hecho, el abogado y político español, Esteban González Pons, pronunció ante el Parlamento Europeo un emotivo discurso en defensa de la democracia en Venezuela, que me permito citar para mis lectores: “Si ahora mismo nosotros nos quedáramos sin electricidad, morirían en una hora todos los pacientes que están en cuidados intensivos; en 15 horas nos quedaríamos sin insulina; a partir del quinto día morirían los pacientes que necesitan diálisis”.
“Pues bien, esto es lo que está sucediendo en Venezuela. Nicolás Maduro se ha transformado en la metáfora de la muerte. No podemos permanecer impasibles: la democracia de Venezuela es nuestra democracia, la libertad de Venezuela es nuestra libertad, el hambre de Venezuela debe ser nuestra hambre”. Ojalá el gobierno de México escuchara estas voces.