En octubre de 2018 el gobierno de Francia, encabezado por un presidente sin partido, Emmanuel Macron, decretó un alza de impuestos a los combustibles. Nunca se imaginó que, con ello, iba a detonar uno de los movimientos sociales más interesantes del siglo XXI: el movimiento de los “chalecos amarillos” (mouvement des gilets jaunes).
Los precursores del movimiento fueron dos camioneros de la región parisina, Éric Drouet y Bruno Lefevre, quienes empezaron a hacer llamados a través de Facebook para protestar ante esta medida que encarecía los precios de la gasolina y el diésel. Muy pronto, se sumaron a la causa millones de personas.
De octubre a la fecha, han tenido lugar en toda Francia grandes manifestaciones cuya magnitud supera, por mucho, a lo ocurrido el histórico año de 1968, cuando una rebelión juvenil cimbró el establishment político.
El de los chalecos amarillos es uno de los movimientos más difíciles de caracterizar, porque lo entrecruzan todas las expresiones del espectro. Su pliego de peticiones es una joya del eclecticismo: reescribir la Constitución francesa para dar cabida a más iniciativas populares; recuperar 80 mil millones de euros de la evasión fiscal y destinarlos a los más pobres.
Además, contratación masiva de empleados públicos para restablecer la calidad de los servicios en educación y salud; construir 5 millones de viviendas de interés social para estudiantes y trabajadores pobres; jubilación a los 60 años de edad y a los 55 para quienes han trabajado en oficios físicamente duros, como albañil; estatizar sectores privatizados como las autopistas y los aeropuertos.
Sigo con la lista: acabar con las pensiones vitalicias a expresidentes; más apoyos a personas con discapacidad y adultos mayores; sacar a Francia de la Unión Europea para recuperar la soberanía política, monetaria y económica; abandonar la OTAN para que el ejército francés no participe más en guerras de agresión. “No queremos migajas, queremos la baguette” ha dicho Benjamin Cauchy, uno de los portavoces del movimiento.
Son sólo una parte de las demandas de los chalecos amarillos, un movimiento más cercano a una insurgencia ciudadana espontánea que a una protesta articulada, aunque tanto la ultraderecha francesa como la izquierda, y hasta los movimientos anarquistas, se han querido montar en la movilización.
¿Cómo es que brota esta expresión de descontento en Francia, uno de los países más prósperos de Europa y dueño de un sólido sistema democrático y de un generoso sistema de bienestar? Basta con escarbar un poco en el subsuelo para encontrar las razones profundas del malestar social: 21% de los franceses no pueden procurarse tres comidas saludables al día; sin las ayudas del Estado uno de cada cinco franceses sería pobre; un tercio de familias monoparentales están afectadas por la pobreza; 30% de los jóvenes están desempleados. ¿Algún país les recuerda estas problemáticas no resueltas?
Ante las movilizaciones, Emmanuel Macron ha buscado sacudirse la etiqueta de “presidente de los ricos” echando atrás el “gasolinazo”, además de incrementar el salario mínimo y mejorar las pensiones. Y, lo más seguro, es que tenga que renunciar a su proyecto de desmantelar el generoso sistema de bienestar que reparte cerca de 700 mil millones de euros anuales en ayudas sociales.
Viene a mi mente lo señalado por Mark Thompson en su libro “Sin palabras: ¿qué ha pasado con el lenguaje de la política?”: “Las palabras no cuestan nada, y cualquier político, periodista o ciudadano de a pie posee una reserva ilimitada de ellas. Sin embargo, hay días en que unas pocas palabras bien elegidas adquieren una importancia crucial, y el orador decide el curso de los acontecimientos”. Así sucedió con los camioneros Éric Drouet y Bruno Lefevre, cuyo llamado a protestar contra el gasolinazo a través de las redes sociales, provocó una erupción política.
La democracia liberal enfrenta enormes retos ante ciudadanos desilusionados, impacientes, agraviados. ¿Qué hacer para que esta enorme energía social de los chalecos amarillo no caiga en las garras del ultranacionalismo y del populismo? Es una pregunta clave.
Sin duda, una de las respuestas está en preservar la salud de las clases medias, baluarte del éxito del modelo francés; no dejar de exigir resultados y ser muy críticos ante los errores y las insuficiencias de los políticos; evitar la polarización; cerrar brechas sociales y entender la lógica de los nuevos movimientos ciudadanos. No debemos temerle al cambio, pero tampoco debemos ser pacientes con quienes prometen y no cumplen. Lo que sucede en Francia debe ser motivo de nuestro mayor interés.