El gobierno de Peña Nieto inició bien, pero concluyó de manera desastrosa.
En lo positivo, podemos reconocerle que implementó las reformas estructurales que estaban pendientes desde décadas atrás, y lo hizo construyendo acuerdos audaces con las oposiciones. Fue tolerante con sus contrincantes, aceptó contrapesos democráticos a su gobierno, tuvo respeto por la libertad de expresión, aguantó las críticas de la sociedad civil. Atrajo inversión extranjera y creó empleos, hizo de nuestro país un líder en turismo y en exportaciones agropecuarias, dejó un país con finanzas públicas sanas y con inflación bajo control.
¿Entonces por qué los mexicanos terminaron repudiándolo de tal manera? ¿Por qué condujo a su partido a la peor derrota electoral de su historia?
Porque gobernó con arrogancia y se mostró distante a los ciudadanos. Nunca lo vimos dándose baños de pueblo (como sí lo hizo López Obrador). Privilegió el trato con las élites y, con ello, cometió un enorme error que terminó dañando irreversiblemente su imagen.
Tuvo un pésimo manejo de los temas críticos, como el caso de los 43 desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa, primero calificando la tragedia como “un problema local” y luego poniendo al frente a funcionarios que sólo tendieron un velo de impunidad sobre el caso. Este evento, marcó el inicio del declive de la aceptación a su gobierno.
Peña Nieto entregó su administración a dos grupos políticos, el del Estado de México y el de Hidalgo, el primero corrupto, los dos ineficaces. La calidad del gobierno se deterioró con el asalto a las oficinas públicas de todo tipo de personajes a los que el Presidente les pagó lealtades políticas poniéndolos al frente de tareas para las cuales no estaban preparados o no contaban con los resortes éticos y la vocación de servicio que se requería.
Surgieron historias de horror como la de Rosario Robles al frente de la Secretaría de Desarrollo Social, de donde sustrajo miles de millones de pesos de manera fraudulenta (por cierto, parace que se irá sin castigo, ya lo prometió López Obrador, porque lo suyo “no es la venganza”, como si fuera un tema de humores personales y no de leyes e instituciones de justicia). Peña Nieto no tuvo voluntad para frenar la codicia de los gobernadores de su partido, quienes resultaron personajes rapaces y varios terminaron en la cárcel.
Vino el escándalo de la Casa Blanca, el caso Odebrecht, el socavón de Cuernavaca; los contratos de obra pública se convirtieron en la mayor fuente de corrupción con el contubernio de funcionarios públicos y empresarios.
Lo peor: no fue capaz de revertir la inseguridad y la violencia. Creyó que silenciando la información, que cambiando la estrategia de comunicación, terminaría con la crisis. Esto no sucedió. Deja al país hundido en una dramática crisis delictiva, deja una sociedad secuestrada por el miedo.
La última encuesta de Consulta Mitofsky de esta administración, revela el tamaño del desastre: sólo 24% de los mexicanos aprueban la gestión de Peña Nieto. Ello contrasta con los números con los que cerraron su sexenio otros presidentes: Salinas de Gortari 77%; Zedillo 66%; Fox 59%; Calderón 53%.
El único atributo que califican un poco mejor los encuestados es “tolerancia con quienes lo critican”. Todos los demás, “cercanía con la gente”, “liderazgo para dirigir el país”, “preocupación por los pobres”, “honradez”, “capacidad para resolver problemas”, tienen porcentajes menores al ocho por ciento. Ningún presidente hacia atrás, había obtenido resultados tan deplorables. Un desastre.
Peña Nieto y su equipo encabezaron un gobierno que nunca entendió que el mundo y los mexicanos cambiamos. Era difícil exigirle a un personaje formado en el imaginario de uno de los grupos más refractarios al cambio democrático, el Grupo Atlacomulco, que actuara de otra manera.
Peña Nieto ganó bien en 2012, tuvo su bono político, lo quemó concertando el Pacto por México y pensó que podría recargarlo generando prosperidad, empleos y bienestar para los mexicanos como producto de los cambios estructurales. Sin embargo, esto no sucedió.
Pero deja un legado para los gobernantes que quieran escuchar: México ya no tolera más la corrupción, la impunidad, la desigualdad y la violencia; y exige con urgencia resultados en seguridad y justicia, prosperidad y una conducta profundamente ética en lo público y en lo privado.
Peña Nieto no tenía incentivos éticos, políticos ni culturales para avanzar por otra ruta que no fuera la de la manipulación y la opacidad. Pasará a la historia como un presidente repudiado, que abrió la puerta a una izquierda inconsistente, que hoy tiene a México en el umbral de una crisis de polarización y confrontación.
Bendito legado, señor Peña Nieto.