¡Qué velocidad de estos tiempos políticos! Y eso que el nuevo gobierno no entra todavía en funciones. Es evidente la prisa, hay una obsesión por mostrar resultados inmediatos, y eso está llevando al Presidente electo y su equipo a cometer errores de consistencia del proyecto de cambio y a tensar la relación con los empresarios, los mercados, la sociedad civil, la oposición.
Parece que hace falta una hoja de ruta, un mapa de prioridades, un calendario delineado para la implementación de los cambios estructurales del nuevo gobierno. El ritmo lo marca López Obrador, su agenda personal. Es el retorno a la figura del hombre fuerte, lo que representa un gran riesgo para la institucionalidad y los contrapesos democráticos.
Hay señales encontradas. El Presidente electo desmiente las iniciativas de sus legisladores; se anuncian consultas para proyectos, como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, cuya puesta en marcha está acordada ya con los gobernadores. La improvisación pone en riesgo lo ganado de manera innecesaria.
En medio de todo, vemos un Presidente cada vez más refractario a escuchar las voces de los disidentes, y más reservado a escuchar opiniones y propuestas de otros que no piensan igual que él.
Este es el contexto en el que se ha presentado el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 que contiene, a mi parecer, aspectos dignos de ser valorados como otros que despiertan dudas.
Veamos los aspectos positivos. Por primera vez se reconoce el problema de la inseguridad y la violencia como un problema multifactorial, y de ahí la incorporación de temas como la erradicación de la corrupción; la generación de empleos y de oportunidades de inclusión social; el respeto a los derechos humanos; la regeneración ética de la sociedad; la legalización de las drogas; la reconstrucción de la paz. Se reconoce finalmente que la solución ya no radica exclusivamente en el uso exclusivo de la fuerza coercitiva del Estado.
Sin embargo, el punto crítico es la propuesta de crear una Guardia Nacional militarizada con rango constitucional, lo que ha provocado rechazo de la sociedad civil y de algunos líderes de opinión.
¿Dónde quedó el López Obrador que pregonaba en la campaña que las Fuerzas Armadas no debían cumplir funciones de seguridad pública, y que la creciente militarización no había dado ni daría resultados? ¿El que denunciaba los excesos del Ejército y la Marina y los responsabilizaba de violar los derechos humanos?
Era improbable que AMLO sacara a las Fuerzas Armadas de las calles en el corto plazo, considerando la crisis que enfrentan las policías locales, pero seguramente nadie esperaba que optara por darle carácter constitucional a la militarización de la seguridad.
La decisión de crear dicha Guardia Nacional no tiene sustento en ningún diagnóstico o estudio, no convocó la opinión de especialistas ni es producto de un debate abierto y plural. El mismo López Obrador ha reconocido que la estrategia se definió en una encerrona con sus asesores más cercanos.
Quienes rechazan la conformación de dicha Guardia, sostienen que López Obrador y su equipo, optaron “por una militarización como nunca la ha conocido el país en su historia moderna”.
“Arraigar a las Fuerzas Armadas a funciones policiacas a través del texto constitucional, dicen, representa una afrenta a un régimen republicano y democrático que aspira a consolidar instituciones civiles, así como derechos y garantías”.
La violencia registra niveles epidémicos: 121 mil 400 asesinatos intencionales entre diciembre de 2012 y octubre de 2018, esto representa un 20% más con respecto al sexenio de Felipe Calderón. Si no se para la violencia, no habrá Cuarta Transformación. Por el contrario, habrá un desgaste acelerado del bono político del futuro gobierno.
Una vez más, ha optado por el pragmatismo ante el reconocimiento doloroso, pero cierto, de nuestras insuficiencias civiles para enfrentar la inseguridad.