La pregunta que orienta esta colaboración es muy directa: ¿qué tan sensato es votar por un cambio, motivados exclusivamente por el enojo social?
El mal humor social es un sentimiento que se enfoca hacia quien ejerce el poder; gobernar desgasta, implica invertir el bono democrático que otorga ganar una elección en instrumentar políticas públicas. Gobernar es moverse en una zona de riesgo donde los resultados resultan muchas veces muy polarizados: o se conquista el corazón de los electores y se consiguen altos niveles de legitimidad, o se atrae la repulsa colectiva.
Todas las encuestas revelan la profundidad del encono de la población hacia el Presidente y su Administración. Son muy contadas las voces que, de manera espontánea, salen en defensa de lo hecho por este gobierno. ¿Qué hizo mal y qué hizo bien Peña Nieto? Logró construir consensos para avanzar en cambios estructurales, generó empleos, atrajo inversión, cuidó la estabilidad macroeconómica y el país creció, poco, pero de manera consistente; sin embargo, descuidó el delicado flanco de la transparencia y la rendición de cuentas (el sexenio cierra en medio de indignación por la opacidad con que se otorgaron los contratos de obra pública y por la impunidad hacia muchos funcionarios acusados del desvío de recursos públicos); dejó que se deterioraran aún más la seguridad pública y el Estado de derecho; no logró resultados contundentes en el combate a la pobreza y la desigualdad.
En lugar de reconocer los retos, el Presidente y su gobierno asumieron una actitud triunfalista y se pusieron a la defensiva apoyados por una pésima estrategia de comunicación social que, en lugar de posicionar los logros, saturaron a la audiencia con una narrativa que no resultaba congruente con la realidad, que hablaba de otro México, ajeno a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Se sobrevendieron las reformas para augurar una era de prosperidad y bienestar nunca antes vista. Es cierto que bajaron dramáticamente las tarifas de telefonía celular, pero las gasolinas siguieron al alza cuando una de las promesas era precisamente la de reducir su precio.
Para la mayoría de los mexicanos el Presidente y su gobierno son indefendibles, y el voto de castigo tendrá una magnitud nunca antes vista.
Permítanme una reflexión queridos lectores. El enojo social es válido. Pero ese enojo sólo le pide cuentas a las autoridades en funciones, y no permite la autocrítica ni pensar en el futuro. Estamos inmersos en una sociedad muy escéptica del sistema y de los partidos políticos tradicionales; una sociedad sobreinformada por los medios y las redes sociales, muy sensible a las campañas negras, dominada por la pulsión de destruir y negar, del morbo.
El Secretario de Educación Pública, Otto Granados Roldán, asegura que el humor social no pasa por su momento “más ecuánime” y que “se confunde la historia con la histeria, la sensatez con el arrebato, el cerebro con el hígado”. El analista Javier Tello Díaz, señala, por su parte, que el hartazgo ha llevado a que predomine un ánimo más emocional que racional donde se incrementa el riesgo de la demagogia, y de ahí el éxito de candidatos que venden esperanza y promueven el odio. El comportamiento de los electores está determinado por la tripa y el corazón, no por la cabeza. Su voto es contra y no a favor.
Creo que es hora para los ciudadanos de hacer un alto en el camino para preguntarnos si no hemos exagerado y hemos llevado el sentimiento de cambio demasiado lejos, como para aceptar que, no quien tiene las mejores propuestas, sino quien más furioso y agresivo se muestra contra el sistema, pueda ganar la elección de julio próximo. No los méritos.
Falta reflexión, falta discusión, pero sobre todo falta autocrítica de parte de los propios ciudadanos. Nos hemos dejado llevar por la pasión y no nos hemos detenido a analizar los perfiles de los candidatos, sus trayectorias y la viabilidad de sus propuestas. Estamos atrapados por la instantaneidad del tuit, del meme, por el espectáculo de la política; hemos permitido el envilecimiento del debate, la violencia verbal en las redes sociales. Hemos hecho de la crítica ácida del gobierno, de la humillación de los políticos, un deporte.
Nos hemos convertido en rehenes de partidos y líderes políticos que se aprovechan de nuestro enojo para beneficiarse sin esforzarse, sin tener que proponer, convencer, probar.
Los ciudadanos hemos olvidado que no sólo somos portadores de derechos, sino que tenemos también responsabilidades democráticas, y una de ellas es hacer que prevalezca la racionalidad, el respeto, un sentido constructivo en el debate político, que el cerebro pese más que el hígado, que el futuro pese más que el pasado y el presente.
Estamos a tiempo de reflexionar sobre el sentido que daremos a nuestro voto, no sea que pasado mañana, una vez superada la euforia por el cambio, tengamos que arrepentirnos.