Estamos inmersos en un momento donde la mentira se ha instalado en los actores políticos. Se ha quebrantado el principio de la verdad como factor de confianza y legitimidad en la política, y nos ha dejado un enorme vacío ocupado por la retórica hueca, por la simulación, por la palabra que busca simplemente persuadir a los ciudadanos siempre vistos, no como portadores de derechos y soberanos de la democracia, sino simplemente como potenciales votantes.
Un discurso que sólo dice lo que la gente quiere oír, un discurso dictado no por el compromiso con la realidad, aunque ello no resulte popular ni se convierta en trending topic, sino por lo que dicen las encuestas acerca del pulso del humor social. El discurso se banaliza y pierde sentido como vehículo de transformación social.
Es un discurso que no analiza, que no critica, que no imagina horizontes, sino que sólo busca la eficacia entendida ésta como el logro crudo, implacable de los objetivos personales de corto plazo. Es un discurso irresponsable porque no lleva tras de sí el soporte de lo real y de lo viable. Un discurso así, sólo puede recibir un nombre: se llama demagogia.
La narrativa política, en este momento, está centrada en las diatribas, en los escándalos. Se trata de una competencia perversa para ver quién le hace mayor daño moral al otro, quien tiene más capacidad para destruir, no para construir. Tenemos que llevar el discurso hacia el terreno de lo importante. Como dice Alberto Aziz Nassif, “si se quiere volver a llenar de sentido a la democracia, hay que voltear la mirada hacia los problemas olvidados, hacia los compromisos sustantivos”.
De las palabras pasemos a los hechos. ¿Qué caracteriza el quehacer de los actores políticos en el momento actual?: el pragmatismo, el cual, si bien contribuye a conseguir determinados objetivos políticos, sacrifica identidades, desafía la memoria, diluye toda moralidad en el crisol de las ambiciones. Hoy, la consigna es ganar a como dé lugar, no importa que en la ruta para llegar al poder se traicionen los valores de la democracia.
Los políticos han olvidado que su más elevada vocación debe ser servir al bienestar de la comunidad. La partidocracia está muy pendiente de las encuestas, de la intención de voto, sin darse cuenta de que los comicios son algo coyuntural, son sólo un momento de la política. No ven que lo que realmente prevalece en el ánimo de los ciudadanos, como un sentimiento inmanente, de largo plazo, es un profundo desprecio hacia los partidos políticos. 8 de cada 10 mexicanos los reprueba.
¿Cómo recuperar y rehacer la política para gobernar bien? He encontrado claves para responder a esta pregunta en el reciente libro de un personaje excepcional, Sergio Fajardo, alcalde de Medellín de 2004 a 2007. Un matemático que llegó a la política para renovarla. Medellín había sido la cuna del cartel de la droga más poderoso del mundo, una ciudad fracturada por las desigualdades y la delincuencia, urbanísticamente desastrosa.
Fajardo hizo una campaña ciudadana con muy pocos recursos y le ganó dos a uno a su oponente conservador. Cuando buscaron desprestigiarlo argumentando que no tenía experiencia, él publicó una inserción en un periódico que indicaba: “Esa afirmación tiene algo de cierto. Fajardo no tiene experiencia en componendas, ni en corrupción, ni en construcción de obras inútiles, ni en transacciones politiqueras”.
Para detener la violencia promovió parques-bibliotecas y proyectos de educación de calidad en zonas urbanas conflictivas; renovó el transporte público con el Metro y el Metrobús. Fajardo dirigió la más grande transformación de la ciudad, labor por la cual fue catalogado por diversos medios como el Mejor Alcalde y Mejor Líder de Colombia, Personaje del Año, Personaje de América Latina, y Medellín fue reconocida como la ciudad más innovadora del mundo y el mejor destino para hacer negocios en Sudamérica. Durante su gestión la tasa de homicidios bajó de 98 por cada 100,000 habitantes a 31.5, y Fajardo concluyó su mandato con 80% de aprobación.
Fajardo explica los principios que lo llevaron a lograr todo esto: los dineros públicos son sagrados; la gestión de lo público debe ser transparente; no utilizar el poder del Estado para comprar conciencias; hacer que la autoridad sea ejemplo de virtudes cívicas; eficiencia y eficacia en programas y proyectos; relaciones abiertas con la comunidad a través de espacios de participación ciudadana; el interés público por encima de los intereses particulares.
¿Acaso esto es muy complicado? Es momento de recuperar la política enfrentando los problemas y rehacerla con propuestas creativas, innovadoras y audaces. El libro de Sergio Fajardo se llama El poder de la decencia. Ojalá nuestros políticos pudieran leerlo.