¿Quién gobierna México?
Recientemente el presidente Peña Nieto, en el marco de la 52 Reunión de la Conferencia Nacional de Gobernadores, reconoció que “los índices de inseguridad en algunos estados regresaron a niveles indeseables”. Tiene toda la razón en estar preocupado.
Las estadísticas, siempre implacables, desmienten la estrategia de comunicación gubernamental que ha buscado a lo largo de toda esta administración, promover la idea de que estamos obteniendo logros en un tema que inquieta profundamente a los ciudadanos y que, junto a la percepción de corrupción, explica la calificación históricamente baja que obtiene el presidente.
De acuerdo con el especialista Alejandro Hope, en Baja California Sur el número de homicidios se incrementó 911% en el primer trimestre de 2017 con respecto al mismo periodo del año pasado. En Veracruz, la cifra se duplicó. En Baja California norte, el crecimiento fue de 67%. En Puebla, 29%; en Sinaloa, 20%. En Sonora tuvimos 275 homicidios, 3 muertes diarias. En 25 de las 32 entidades federativas se registró un importante incremento en el número de homicidios. En los primeros tres meses de este año 6 mil 511 personas fueron víctimas de homicidio doloso. Son 72.3 asesinatos por día y, de acuerdo a las proyecciones, llegaremos al final de este año con más de 26 mil muertos. Las estrategias están fallando.
El reporte Armed Conflict Survey 2017, publicado por el International Institute for Strategic Studies, un prestigiado organismo global con sede en Londres, ubica a México como el segundo país más violento del mundo –con 23 mil homicidios intencionados- después de Siria, escenario de una cruenta guerra civil que dejó 60 mil muertos el año pasado. Por cierto, el dato fue retuiteado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump para justificar la construcción del muro fronterizo y la deportación de millones de compatriotas, considerados “potenciales criminales” a pesar de todo lo que aportan a la prosperidad del vecino país.
Hay un retroceso importante de la seguridad en ciudades fronterizas que habían logrado obtener resultados visibles en la recuperación de la paz social, como Tijuana y Ciudad Juárez, mientras Los Cabos y Cancún, polos turísticos de gran relevancia, están experimentando tiempos complicados. Por si fuera poco, Acapulco, el destino vacacional más popular de México, es considerado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal como la cuarta ciudad más violenta del mundo, después de Caracas, Venezuela; San Pedro Sula, Honduras y San Salvador, El Salvador, estas dos últimas asediadas por las maras, bandas delincuenciales consideradas ya como un riesgo a la seguridad nacional regional.
Según Edgardo Buscaglia, especialista en prevención y combate al delito, temas en los que ha asesorado a países de cuatro continentes, México vive “un preocupante vacío de poder”: estamos ante un Estado débil y fragmentado que ha perdido la capacidad de controlar a los grupos que producen la violencia.
Autoridades políticas de todos los niveles infiltradas de grupos criminales; policías estatales y municipales mal equipadas, pésimamente capacitadas y corruptas; una estrategia de seguridad que pone énfasis en la participación del Ejército y la Marina en el combate al crimen organizado sin dotar a estos cuerpos de una ley que les brinde certidumbre jurídica; todo ello aunado a un débil aparato público de inteligencia, control y represión de las actividades ilegales; comunidades en pobreza extrema que obtienen beneficios económicos arropando la actividad delincuencial (siembra de amapola y mariguana, ordeña de combustible, etc.); programas sociales asistencialistas que no brindan opciones de empleo y movilidad social, sobre todo a los jóvenes, que terminan convirtiéndose en halcones o sicarios; todo esto ha creado las condiciones para una “tormenta perfecta”.
El reciente enfrentamiento en Puebla entre Ejército y huachicoleros (ladrones de gasolinas) es evidencia de un fenómeno pernicioso, y pone en riesgo la gobernabilidad y la seguridad nacional. El robo de combustible le cuesta a Pemex 20,000 millones de pesos al año y se lleva a cabo con la complicidad de alcaldes, sindicato y empleados de la empresa, lo que muestra el grado de corrupción y degradación de las instituciones públicas. La respuesta del gobierno federal resulta francamente tardía, puesto que el robo de combustible se ha extendido a varios estados. No fue sino hasta el enfrentamiento en Palmarito, Puebla, que las autoridades han decidido tomar medidas contundentes.
Y es aquí donde se vuelve trascendente la propuesta de Buscaglia de “limpiar el Estado sucio”, de crear una política de seguridad escuchando las voces de la sociedad civil y de los expertos. Los ciudadanos tenemos que entrar al espacio público para incidir con nuevas propuestas. El gobierno parece agotado en este campo.