Bajos niveles de popularidad presidencial sin precedentes desde que hay mediciones de opinión pública en México, irritación social creciente, caída del PRI y sus precandidatos en las intenciones de voto, y así una larga lista de elementos críticos. De acuerdo con la encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica correspondiente al primer semestre de 2016, ocho de cada 10 mexicanos considera que el país está estancado o retrocediendo. Algunos analistas estiman que la crisis de legitimidad es irreversible y pronostican, desde ahora, la derrota de Peña Nieto y su partido en las elecciones de 2018.
Peña Nieto ya no tenía para dónde moverse. Había que despresurizar la crítica pública, calmar al “círculo rojo”, mandar señales de renovación en la conducción gubernamental, mostrar un signo de liderazgo político. De ahí los recientes cambios en el gabinete.
Peña Nieto sacrifica a Luis Videgaray, uno de sus hombres más cercanos, su consejero político, un funcionario que acumuló atribuciones propias de un primer ministro. El responsable de la Secretaría de Hacienda acumulaba un enorme saldo de factores negativos. El país no crece, el nivel de endeudamiento lanza focos rojos sobre la credibilidad del país frente a los mercados, el mexicano de a pie no percibe una mejoría en sus ingresos a pesar de que la inflación registra las tasas más bajas de los últimos 20 años, los millones de empleos que el gobierno presume son precarios, los empresarios siguen irritados con la política fiscal.
La llegada a la Secretaría de Hacienda de José Antonio Meade –un hombre con amplia trayectoria en la administración pública, serio y profesional– busca mandar el mensaje de que México retomará la senda de la disciplina financiera. De ahí que el primer anuncio fuera un drástico recorte de 240 mil millones al presupuesto federal que será aplicado, fundamentalmente, en gasto corriente, es decir en burocracia. Tenemos un gobierno que gasta mal, que no traduce los presupuestos en bienes públicos, un gobierno caro e ineficaz. Meade ha recibido la encomienda de corregir, en lo posible, esta situación, aunque los plazos son demasiado cortos y las inercias muy poderosas.
El relevo de Videgaray tiene también aristas políticas. Peña Nieto busca demostrar que no es insensible ante la opinión pública. Videgaray fue quien convenció al presidente de la pertinencia de sostener un encuentro con Trump y operó la visita. Peña Nieto busca mostrar músculo y liderazgo al relevar a un funcionario que ha provocado un alto costo para la credibilidad de su gobierno.
El destino final de la carrera política de Videgaray sólo puede ser la gubernatura del estado de México, donde no tengo la seguridad de que pueda configurar una opción ganadora en función de sus antecedentes. Meade, en cambio, se posiciona fuertemente para 2018, sobre todo si cumple la delicada tarea que tiene de corregir las finanzas públicas. Aplicar recortes presupuestales no construye popularidad política, de ahí la propuesta de líderes de opinión, como Juan Pardinas, director del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), de que Meade “firme un compromiso ante notario de que no irá por la candidatura presidencial del PRI”, para que deje de lado la tentación de utilizar el gasto público como trampolín. Los presupuestos son poder, son fuente de clientelas políticas. Meade tiene que hacerle honor a su excelente imagen haciendo bien las cosas, corrigiendo lo que hay que corregir. Ahí, tengo la certeza, radica su principal fortaleza política.
En medio de todo este complicado entorno, Peña Nieto sigue errando. Y esto tiene que ver con la decisión de nombrar en la Secretaría de Desarrollo Social a Luis Enrique Miranda, exsubsecretario de Gobernación, cercano a sus afectos, un hombre forjado en la clase política del estado de México, señalada por su opacidad, un funcionario de escasísima formación académica en una cartera que requiere de saberes técnicos, de conocimiento de los temas de pobreza y desigualdad.
Existe la sospecha de que viene a operar políticamente los programas sociales para darle votos al PRI. El rechazo es total. ¿Por qué no ofrecerle la cartera a una figura de la sociedad civil, o a un académico prestigiado para mandar un mensaje de compromiso explícito con la transparencia y la rendición de cuentas en la política social? Nadie quedó satisfecho. ¿Quién hace la prospectiva política en Los Pinos? ¿Quién elabora los escenarios de riesgos? ¿Quién construye las estrategias de control de daños? Que lo despidan, ahora mismo.
“Pero qué necesidad” dice una canción del “divo de Juárez”, Juan Gabriel, y esto se aplica perfectamente a Peña Nieto, un presidente contradictorio, acosado por el desprestigio y la impopularidad, que perdió una oportunidad para reposicionarse, para, en términos informáticos, resetear su gobierno. “Pero qué necesidad”.