Los diputados, en una cerrada votación de 240 votos a favor y 202 en contra, aprobaron la Ley de Pensión Universal y Seguro contra el Desempleo, que ahora será analizada en la Cámara de Senadores.
Se eleva a rango constitucional el apoyo monetario a adultos mayores de 65 años y más, un sector excluido de la seguridad social. Se calcula que aproximadamente 80% de esta gente carece de una pensión. Al principio la pensión será de $580, pero subirá gradualmente cada año hasta llegar a los $1,098 mensuales, a todas luces insuficiente para resolver sus necesidades.
No se trata de una medida novedosa de política pública, el gobierno de Felipe Calderón instrumentó a lo largo del sexenio pasado el Programa de 70 y Más, que concluyó a diciembre de 2012 con 3.3 millones de beneficiarios. La administración priísta redujo la edad a los 65 años, contra toda lógica de política pública, con lo que 2013 cerró con un padrón de 5.4 millones de personas.
Más allá de la indudable razón ética que acompaña a este tipo de esquemas de protección social, el gran dilema está en la sostenibilidad financiera del Programa de Pensión para Adultos Mayores del Gobierno Federal en función del acelerado envejecimiento.
Para el 2050 este segmento de la población alcanzará la cifra de 24 millones de personas. Si para 2014 el Programa costará $42 mil millones (que lo convierte en el segundo programa con mayor presupuesto después de Oportunidades), una simple operación aritmética nos permite prever que dentro de tres décadas y media, tendrá un costo de casi $160 mil millones anuales.
Surge una pregunta: ¿de dónde saldrá el dinero para sufragar una política pública de este tamaño? Para cumplir con lo que pronto, seguramente, será un derecho social constitucional a una pensión mínima garantizada para los mexicanos de la tercera de edad, México tendría que estar generando para ese entonces una mucho mayor masa de recursos fiscales en condiciones de crecimiento económico sostenido. ¿Qué nos asegura que ello sucederá? Como siempre, se impone en nuestra clase política la tentación de las soluciones de corto plazo, la falta de propuestas estratégicas, la ausencia de una planeación de largo aliento que sea capaz de ver al país y sus necesidades y retos en una perspectiva 2030 o 2050.
John Maynard Keynes usaba la frase contundente: “En el largo plazo todos estaremos muertos” para referirse a la irresponsabilidad de políticos incapaces de ver el futuro y sus dilemas y de construir las soluciones para enfrentarlos.
En la dinámica actual, todos, sí, todos los esquemas de pensión para adultos mayores sustentados en subsidios públicos en el país están condenados a la insostenibilidad y al fracaso a partir del crecimiento exponencial de este sector de la población.
Dicen los analistas que la mayor parte del crecimiento de la población de 65 años y más se dará a partir de la tercera década de este siglo, lo que nos da un margen de tiempo para repensar el diseño de políticas públicas y el andamiaje institucional que requiere el país para enfrentar lo que será la mayor revolución social del siglo XXI: el envejecimiento de la población.
En lugar de pensar en las cuotas electorales que podrían generar los apoyos de corto plazo, la partidocracia que hoy monopoliza las decisiones sobre el rumbo del país ante la falta de organización y participación ciudadana debería analizar cómo ampliar la seguridad social a partir de la generación de más empleo formal para que las futuras generaciones puedan contar con la posibilidad de una pensión digna.
De no actuar a tiempo, nos espera un mañana devastador, donde millones de mexicanos se verán enfrentados a condiciones de vulnerabilidad social inaceptables. Es la hora de tomar decisiones con visión estratégica, empezando con la necesaria y urgente creación de empleos.