En los años ochenta surgieron las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia como un movimiento paramilitar para enfrentar el creciente peligro que significaban las guerrillas comunistas, encabezadas por las FARC.
Patrocinadas por ganaderos, agricultores, y empresas trasnacionales que, cansadas de la extorsión y los secuestros de que eran víctimas, decidieron tomar medidas por cuenta propia. A ellas se sumaron políticos y militares que las vieron como la única opción para contener el peligro que significaban las FARC para la paz y la gobernabilidad de ese país.
Con el tiempo las autodefensas se convirtieron en lo contrario: empezaron a arrasar con una violencia inaudita las comunidades que apoyaban a las guerrillas cometiendo crímenes masivos y graves violaciones a los derechos humanos, luego se ligaron al narcotráfico y empezaron también a secuestrar y a extorsionar.
Tras un polémico proceso de desmovilización de 30 mil paramilitares, liderado por el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe, varios de sus principales dirigentes terminaron siendo extraditados como narcotraficantes a los Estados Unidos, y luego juzgados.
Esta historia viene a colación por lo que está sucediendo en Michoacán con las llamadas autodefensas comunitarias, frente a las cuales el gobierno federal se mueve con una preocupante indefinición. Lo mismo las convoca a deponer las armas que a “regularizarse” para constituirse en “policías comunitarias” sometidas a capacitación y “exámenes de confianza”.
Estamos ante un grave desafío, porque lo que está en juego es la autoridad del Estado democrático para ejercer el monopolio del uso legítimo de la violencia.
Michoacán es el coctel perfecto para el desastre. Un gobernador que no gobierna generando reclamos por la desaparición de poderes, un amplio control territorial de la delincuencia organizada, autodefensas que cuentan con armamento de alto poder y capacidad logística que despiertan sospechas sobre quien las respalda.
A ello se suman los rezagos sociales. 54% de la población está en pobreza, 2.4 millones de michoacanos viven de manera precaria; 650 mil están en pobreza extrema.
El gobierno federal ha respondido designando a Alfredo Castillo, un funcionario cercano al presidente de la República, como Comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán. Esta decisión ha generado críticas por la percepción de que sus amplísimas funciones lastiman el mandato de las autoridades locales, y ha intensificado la presencia de las fuerzas militares sobre todo en Tierra Caliente, escenario central de la guerra que libran las autodefensas comunitarias y los Templarios.
Se ha anunciado, también, la implementación de una estrategia especial de política social para atender la pobreza y la marginación en 30 municipios de Tierra Caliente y la zona purépecha con una bolsa federal de 3 mil millones de pesos.
Recientemente en el municipio de Tancítaro las autodefensas comunitarias devolvieron a sus propietarios 265 hectáreas de huertas de aguacate que estaban en manos de los Templarios. Ante ello, no debe de extrañarnos que, de acuerdo con una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica, dos tercios de los michoacanos aprueben las acciones de los grupos de autodefensa.
La complejidad de la crisis michoacana no admite respuestas fáciles. Es la hora de combinar, de manera inteligente y sensible, el poder de las instituciones del Estado junto a la reconstrucción del tejido social. Michoacán es un caso perverso que puede extenderse también a Guerrero, donde existen condiciones políticas y sociales muy similares.
Las decisiones son delicadas, porque no sabemos si con el tiempo estas autodefensas comunitarias que responden a muy diversos intereses, terminarán por transformarse en un nuevo factor de violencia e inseguridad.
Colombia es un ejemplo de lo que puede suceder cuando el Estado pierde el control y no existe una visión estratégica sobre cómo recuperar la gobernabilidad y la seguridad pública. No lo olvidemos.