Tuvo que ocurrir un escándalo para que tomáramos conciencia de un grave problema nacional: el vertiginoso crecimiento de la deuda pública de los estados.
Y ese escándalo estalló en Coahuila, donde Humberto Moreira arrancó su gobierno en 2005 con una deuda de $323 millones y concluyó su mandato en 2011 con un débito público de $33 mil 867 millones (¡un incremento de 10,385%!).
Ello puso el tema en la mesa de discusión y derivó en una iniciativa de Ley de Deuda de Estados y Municipios diseñada y aprobada en el Senado de la República, que pretende establecer controles en la materia y cuya Ley Reglamentaria, ante el desacuerdo de los diputados, se fue a la “congeladora legislativa”.
En los últimos años hemos avanzado en el control y fiscalización de las finanzas federales, pero no así de las locales. Es el reino del “feuderalismo” donde los gobernadores, al amparo de la autonomía, ejercen un poder absoluto y discrecional porque carecen de contrapesos democráticos, y se aprovechan de la debilidad y falta de organicidad de la sociedad civil.
En 2013 el total de la deuda local ascendió a casi $483 mil millones. 84% de la misma correspondía a los gobiernos estatales; el resto a organismos estatales y a los municipios.
La deuda pública en 27 de las 32 entidades del país representa más de 100% de sus ingresos propios. Por el total de la deuda la lista la encabezan el Distrito Federal con $63 mil millones; Nuevo León $52 mil millones; Chihuahua $42 mil millones; Veracruz $41 mil millones; y el Estado de México con $40 mil millones.
Además el mayor endeudamiento de las entidades locales no guarda una correlación con su desarrollo económico, la generación de empleos, la construcción de infraestructura y vivienda, y la reducción de los niveles de pobreza y marginación.
Un reporte correspondiente a 2012 de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), dependiente de la Cámara de Diputados, habla de la falta de un registro de deuda pública para transparentar los montos de endeudamiento, conocer la vulnerabilidad de las finanzas públicas locales y, sobre todo, establecer reglas de responsabilidad por parte de los gobiernos locales. Tampoco existen indicadores para evaluar el impacto económico y social de estos recursos. Estamos ante un auténtico “hoyo negro” en materia de información y rendición de cuentas.
La crítica se ha concentrado en la actuación de las autoridades locales, pero nadie ha volteado la mirada hacia el papel de la banca comercial que concentra casi 60% de la totalidad de la deuda de las entidades federativas, hablamos de $284 mil millones.
Los bancos privados han actuado con voracidad y avaricia sin importarles que ello conduzca, tarde o temprano, a la insolvencia de las administraciones locales; han otorgado créditos a elevadas tasas de intereses y aceptando como garantía los recursos futuros de participaciones e impuestos que reducen a un límite mínimo el margen de las administraciones estatales para cumplir con sus funciones básicas. Estamos frente al triunfo de la lógica de la ganancia especulativa frente al interés público; todo ello con la complacencia del Congreso y las autoridades hacendarías.
La banca comercial debe pagar por sus errores y abusos. Ha concedido préstamos sin límites y de forma imprudente a sabiendas de que “los gobiernos nunca quiebran”, no importa que el día de mañana éstos tengan que sacrificar proyectos estratégicos de desarrollo o castigar el gasto a favor de los segmentos sociales más vulnerables para cubrir sus obligaciones.
Ante ello urgen definiciones claras en la parte reglamentaria de la Ley de Deuda de Estados y Municipios que, todos esperamos, pronto se destrabe en la Cámara de Diputados para obligar a todos los actores a actuar en un marco de responsabilidad, transparencia y rendición de cuentas en este asunto de interés nacional.