Colombia se ha caracterizado por ser uno de los países más violentos del mundo. Se estima que la acción de los cárteles del narcotráfico, grupos paramilitares, guerrillas de extrema izquierda, del propio ejército, dejó un saldo de más de 220 mil muertos en los últimos 50 años. ¿Cómo pudo gestarse una tragedia humana de estas dimensiones? Más allá de la violencia política, que es una condicionante fundamental, diversos investigadores señalan la necesidad de voltear la mirada al nivel de violencia interpersonal prevaleciente en la sociedad local, mucho más alto que el hallado en estudios similares realizados en países desarrollados.
Menos del 20% de los homicidios en Colombia ocurren en combate o tienen una motivación política clara. La violencia homicida es la segunda causa de muerte en el país. La venganza personal, la incapacidad para solucionar pacíficamente los conflictos entre individuos, el desprecio por las mujeres y los niños que son vistos como seres inferiores y carentes de derechos, el precario temor a la ley y la justicia, son factores que están sedimentados, forman parte de la “cultura social” colombiana.
Viene a mi memoria lo sucedido en Ciudad Juárez, con el drama de los feminicidios en la primera década este siglo. Las autoridades concentraron los esfuerzos en el fortalecimiento de la vigilancia policiaca, pero la violencia contra las mujeres persistió.
Nunca fueron capaces de escuchar las voces de la sociedad civil que advertían sobre un fenómeno que atizaba la violencia de género: las mujeres acaparaban los empleos en las maquiladoras, los hombres tenían las mayores tasas de desocupación, muchas veces se tenían que quedar en casa a cuidar a los hijos, un papel “humillante” de acuerdo a los prototipos de una sociedad machista. El trastocamiento de los roles de género, el desplazamiento de los hombres como ejes de la vida social y familiar, generó un sentimiento de “revancha” contra las mujeres.
La mayor parte de los homicidios de mujeres en Juárez no fueron producto de la actividad de “asesinos seriales”, se gestaron en la lógica de la intolerancia y la discriminación. Cuando la sociedad civil proponía fortalecer una cultura de la reconciliación y la solución pacífica de conflictos a nivel interpersonal e intrafamiliar, el gobierno respondió con más patrullas y más módulos de seguridad. El saldo en vidas humanas fue altísimo, irreparable.
La ciudad de Barcelona, España, está ensayando un novedoso camino, a través de la educación emocional, que busca acabar con el menosprecio sistemático hacia nuestras emociones humanas básicas, muchas instaladas en nuestro cerebro primitivo: la propensión a la agresividad, el rechazo al “otro”, al débil, al distinto, y reforzar, en cambio, actitudes y valores de convivencia social, de autocontrol, tolerancia, solidaridad, cooperación y generosidad. Hoy, las escuelas de Cataluña incluyen la inteligencia emocional en su currículo, se han instalado “gimnasios emocionales”, y los medios de comunicación públicos locales están apostando fuerte por estos contenidos.
Vivimos tiempos de “analfabetismo emocional”, de una mala gestión de la ira, donde se practica de forma sistemática la violencia física y verbal. Habitamos en una sociedad donde domina el miedo, que es enemigo de la prudencia.
La convivencia pacífica es la base del desarrollo humano de las personas y las comunidades. Como señala el padre colombiano Leonel Narváez, cuyas ideas reseñé en esta columna hace tiempo, “hay que trastocar los lenguajes para adoptar palabras nuevas como el perdón, la reconciliación y eliminar todo aquello que hable del rencor y la violencia en cualquiera de sus expresiones”. “Hay que crear un nuevo modelo de educación que enseñe competencias y conocimientos para la convivencia social armónica, con tecnologías para la vida como la alfabetización emocional”, dice Narváez.
Ello me remite al papel que debe jugar la escuela mexicana como formadora, no sólo de conocimientos y competencias para la vida productiva, sino también de una pedagogía de la paz y la civilidad temas que, por cierto, quedaron fuera de la reforma educativa. Y también al papel de los medios de comunicación, a los cuales debemos presionar para que asuman una mayor responsabilidad social en esta importante agenda. Es una tarea urgente.