Lo que era un secreto a voces en días pasados, sucedió finalmente. El Presidente Peña Nieto anunció el pasado jueves cambios a su gabinete que involucran a diversas áreas de su gobierno.
El Presidente estaba sometido a enormes presiones a la mitad de su mandato: un colapso de su popularidad y del consenso a sus políticas públicas, una persistente crisis de inseguridad, un contexto económico preocupante por la caída de los precios del petróleo –que sigue siendo una fuente muy importante de los ingresos gubernamentales-, depreciación sin freno del peso, reducción de las perspectivas de crecimiento para este año, todo ello en medio de un inminente recorte de casi 400 mil millones de pesos al presupuesto federal. Por si fuera poco, el gobierno sigue enfrentado al abierto descontento de los empresarios hacia la política fiscal, y a la amenaza del PAN de echar para atrás la reforma tributaria que se aprobó en 2013, lo cual afectaría aún más los ingresos públicos.
Este gobierno abrió con expectativas muy altas por el éxito político que significó el Pacto por México a través de acuerdos sin precedentes con la oposición y la aprobación pluripartidista de una importante agenda de reformas estructurales que prometían más crecimiento, empleos y prosperidad para todos. Una promesa que no se ha cumplido. Hay un choque de tiempos: el gobierno habla de resultados mañana y pasado mañana, los mexicanos quieren hechos, hoy.
Hay una imagen de ineficacia, de descontrol de la agenda pública, y lo peor de todo, de corrupción y de opacidad a lo que abona la cuestionada resolución de la Secretaría de la Función Pública de que no hubo conflicto de intereses en la adquisición de propiedades inmobiliarias a un importante contratista por parte del Presidente y de su Secretario de Hacienda. Domina la percepción de que no hubo una investigación imparcial; hay molestia e indignación.
Ante esta situación era urgente actuar, pero no en el sentido que lo hizo Peña Nieto anunciando enroques y nombramientos en su equipo de colaboradores que no significan un cambio de rumbo, una autocrítica sincera, voluntad política para corregir lo que no funciona.
No se trató de relevos para mejorar el funcionamiento de la administración federal, para relanzar el proyecto de gobierno. Son arreglos políticos con la mirada puesta en el 2018, en la conservación del poder.
Peña Nieto sondeó la posibilidad de colocar al frente del PRI a uno de sus hombres de mayor lealtad y confianza, Aurelio Nuño, Jefe de la Oficina de la Presidencia. El rechazo fue demasiado fuerte entre los priístas. No tuvo más remedio que aceptar la llegada de Manlio Fabio Beltrones, un político experimentado, artífice de las negociaciones con la oposición, un estratega capaz de pelear las 12 gubernaturas que estarán en juego en 2016 y construir un proyecto ganador para los comicios de 2018, que también aspira a la candidatura presidencial. Pero Beltrones no es de los suyos.
El Presidente necesitaba construir candidatos propios, a su medida, y de ahí su decisión de enviar a Aurelio Nuño a la Secretaría de Educación Pública. No la tiene fácil. Si bien parece haberse desactivado el riesgo que representaba la sección 22 de la CNTE de Oaxaca, Nuño tendrá todavía que demostrar que puede conducir a mejores aguas la reforma educativa, imponer la evaluación magisterial y mejorar los indicadores de desempeño educativo que hoy son un desastre.
El traslado de José Antonio Meade –cercano al Secretario Luis Videgaray- de la Secretaría de Relaciones Exteriores a la de Desarrollo Social lo convierte automáticamente en presidenciable. La dependencia que hoy encabeza tiene un enorme potencial para generar popularidad política si logra mayor eficacia en el combate a la pobreza a través del rediseño de la actual política social y de sus programas.
Estos y el resto de los reacomodos en el gabinete son una muestra de que las prioridades de Peña Nieto no están en mejorar el funcionamiento del aparato público a favor de los ciudadanos. El motor es la lucha por el poder político.
Esto sucede mientras la mayoría de los mexicanos está cada vez más inconforme con el rumbo de la economía, la política, el gobierno y las instituciones. El Presidente se equivoca si cree que esto le garantiza ganar el 2018 mientras desoye las voces de la sociedad. Lo pagará en las urnas.