La agenda de reformas estructurales del presidente Peña Nieto se enfrenta hoy a una serie de desafíos. La capacidad de negociación y construcción de consensos que se había logrado con las tres principales fuerzas políticas con el Pacto por México caminaba bien.
En febrero se aprobó la reforma educativa, y los detalles de la misma se reservaron para la discusión de las leyes secundarias, que contienen el meollo, el sentido real de dicha reforma.
La pieza central es la nueva Ley del Servicio Profesional Docente, que hace obligatoria la evaluación de los maestros la cual, inexplicablemente, quedó fuera de la discusión y aprobación en el periodo extraordinario recién concluido por parte de la Cámara de Diputados.
Hay especulaciones. Se habla de que se pactó con el magisterio disidente, encabezado por la CNTE, buscando desactivar la protesta callejera que tiene como escenario a la Ciudad de México. Su confirmación tendría consecuencias graves para el futuro de las reformas por venir, porque indicaría que “el ruido de la calle” puede mucho más que las instituciones y el futuro del país.
Se comenta que el gobierno federal busca desarticular el movimiento de los profesores disidentes, antes de que éste se sume y pueda crear lazos orgánicos con las protestas que iniciarán a principios de septiembre López Obrador y Morena en contra de la reforma energética, lo cual podría abrir un espacio real de riesgo para la estabilidad política.
La educación de calidad es un pendiente del país para alcanzar niveles de competitividad acordes a las exigencias de la economía global, para superar la pobreza por la vía de la construcción de capital humano y una mayor movilidad social. Si cedemos ante los violentos en el tema de la reforma educativa, pierden los niños y los jóvenes, perdemos los que anhelamos un país más incluyente, pierde México.
La reforma energética, por otro lado, se ha salido de los cauces del Pacto por México y ha permeado los espacios del debate político nacional con claras señales de polarización.
A pesar del intento del gobierno de Peña Nieto de anclar su propuesta de reforma al espíritu original del proyecto de Lázaro Cárdenas, icono del nacionalismo revolucionario, de aceptar la participación privada en la industria petrolera, el PRD se ha deslindado denunciando abiertamente el “intento privatizador” de la actual administración.
Después de la actitud constructiva del PRD en el marco del Pacto por México, este partido ha retornado a su propia matriz política: la de una izquierda “antimoderna”, que no alcanza a ver a la economía de mercado como instrumento de construcción de prosperidad, aún bajo la regulación estatal; una izquierda atrapada entre la contradicción de su origen y su necesaria reinvención.
La oposición de esa izquierda institucional, refractaria a los cambios, se verá potenciada en los próximos meses ante la discusión de otras reformas, entre ellas la fiscal, que contendrá un mayor cobro de impuestos por la vía del IVA a alimentos y medicinas para mejorar la recaudación de impuestos y fortalecer la capacidad de gasto del gobierno en áreas sociales.
A ello habrá de sumarse la capacidad de contestación y movilización de la izquierda “social”, de los sectores extremistas encabezados por Morena. La lógica de López Obrador es “si los maestros doblaron al gobierno, ¿por qué nosotros no?”.
La agenda propuesta por Peña Nieto incluye cambios pospuestos por muchos años y que resultan urgentes. ¿Tendrá el gobierno federal el talento, los recursos de ingeniería política, el liderazgo y la visión para conducirlos y sacarlos adelante? De la respuesta dependerá en mucho el futuro de México.