En 1973 Chile fue escenario de un cruento golpe de Estado. El ejército comandado por el general Augusto Pinochet derrocó al presidente democráticamente electo, Salvador Allende, un político socialista al que ni la derecha chilena ni los Estados Unidos veían con buenos ojos.

Pinochet instauró una dictadura que se caracterizó por la violación de los derechos humanos y por convertir a su país en una especie de laboratorio del modelo neoliberal inspirado en las ideas de Milton Friedman, Premio Nobel de Economía 1976, proclive al predominio de “la mano invisible del mercado” como vía para alcanzar el “máximo bienestar”.

En consonancia con esta visión, en 1980 el régimen militar promulgó una Constitución que se caracterizó por el papel residual del Estado en la provisión de servicios de salud, educación y seguridad social los cuales quedaron en manos privadas, además de la energía eléctrica y el agua.

Al amparo del paradigma neoliberal, Chile vivió un importante boom económico a lo largo de estas décadas: el PIB per cápita pasó de 8,611 a 21,972 dólares entre 1990 y 2018; es hoy el país más competitivo de América Latina por la solidez de sus instituciones, las garantías que ofrece a la inversión y la solidez de sus finanzas públicas.
Chile ha logrado reducir drásticamente los niveles de pobreza de su población del 38.6% en 1990 a 8.6% en 2018; la esperanza de vida se incrementó de 73.5 a 80.0 años en este mismo periodo.
Sin embargo, detrás de este conjunto de resultados positivos, creció la desigualdad: de acuerdo con la CEPAL, en 2017 el 50% de los hogares chilenos de menores ingresos accedió apenas al 2.1% de la riqueza neta del país, mientras que el 10% concentró un 67% del total y el 1% más adinerado se quedó con el 26.5% de la riqueza.
En 1981 Chile fue pionero en la privatización de su sistema de pensiones; sin embargo, el resultado a largo plazo ha sido decepcionante: en 2020, la mitad de los chilenos que se pensionaron por vejez, apenas lograron autofinanciar una pensión de 119 dólares mensuales (aproximadamente 2,500 pesos mexicanos). 70% de las pensiones que otorgan las Afores chilenas están por debajo del sueldo mínimo, y el 40% por debajo de la línea de pobreza.
Antes de 1981, el sistema nacional de salud de Chile contaba con cobertura universal, gratuidad, y era completamente financiado por el Estado. Sin embargo, Pinochet fragmentó el sistema sanitario y contrajo la inversión pública en el sector.
Por otra parte, de entre los 65 países que utilizan la prueba PISA -que mide los conocimientos de los estudiantes de países pertenecientes a la OCDE-, Chile aparece con el sistema de educación más privatizado y segregado.
Todo este coctel explica el malestar social que se fue incubando por años y que estalló en octubre del año pasado con el incremento al pasaje del metro en Santiago de Chile. Las intensas protestas encabezadas principalmente por los jóvenes, brutalmente reprimidas por las fuerzas de seguridad, solo encontraron un límite con el arranque de la pandemia de Covid-19 y las estrictas medidas de distanciamiento social y confinamiento a que dieron origen.
La presión social derivó en el compromiso del gobierno chileno de llevar a cabo un plebiscito para redactar una nueva Constitución, el cual tuvo lugar el pasado 25 de octubre. 78% de los participantes votaron a favor de esta opción y, un porcentaje similar, decidió que este proceso sea llevado a cabo por un grupo de personas elegidas a través del sufragio popular.
Ya están perfilados algunos de los temas que deberán figurar, necesariamente, en el nuevo entramado constitucional chileno: el rol del Estado, los derechos sociales como salud, educación y pensiones y los mecanismos para su ejercicio efectivo, el reconocimiento de los derechos indígenas y la forma de gobierno.
Se habla de que de la convención constituyente que se celebrará el año próximo, habrá de surgir un Estado Social de Derecho, un Estado actuante que llene el profundo vacío generado por el desmantelamiento generado por el proyecto neoliberal y que ha propiciado que la desigualdad haya crecido abriendo paso a dos países abiertamente confrontados: el Chile moderno, exitoso y competitivo vinculado a la economía global, y el Chile de la frustración y la exclusión.
Los chilenos demandan hoy menos mercado y más regulación estatal para cerrar las brechas de desigualdad; menos dogmas económicos y más sensibilidad social; menos opulencia y concentración de la riqueza y más inclusión y bienestar para todos. Y la ruta que han escogido es la de una nueva constitucionalidad, construida sobre una ruta de diálogo, escuchando todas las voces provenientes de su pluralidad política en un ambiente de tolerancia y respeto.
Ojalá en México, donde el grupo gobernante tiene un proyecto de transformación propio, aprendiera un poco del ejemplo de Chile, un país que está demostrando que los grandes cambios se pueden conducir por la vía de la democracia y la inclusión de todos los actores de la sociedad.