Una incógnita política recorre el imaginario social mexicano: ¿por qué el Presidente López Obrador es tan popular, cuando los resultados de su gobierno no son tan contundentes? Las cifras chocan y se contraponen de manera inexplicable: por un lado, según Consulta Mitofsky, AMLO tiene casi 53% de aprobación, es sin duda un altísimo nivel considerando el desgaste natural de capital político que representa gobernar.

Por el otro lado, de acuerdo con la encuesta de Alejandro Moreno del 3 de agosto para el periódico El Financiero, los ciudadanos reprueban el quehacer de su gobierno en prácticamente todas las áreas sustantivas: seguridad pública, manejo de la economía, incluso combate a la pobreza, un rubro donde se gastan más de 400 mil millones de pesos en transferencias de dinero.

Bueno, hasta en el tema del combate a la corrupción, una de las banderas favoritas del Presidente, la gente le pone tache a este gobierno. Curiosamente, se salva de las calificaciones negativas la salud, seguramente debido a la mercadotecnia oficial desplegada frente a la pandemia de Covid-19, porque no encuentro un motivo razonable para evaluar positivamente una estrategia cuyo resultado son 55 mil muertos y medio millón de personas contagiadas.

Héctor Aguilar Camín considera que tenemos la peor de las ecuaciones: un cuestionado programa de gobierno con un Presidente muy poderoso.

¿Cuáles son rasgos distintivos de AMLO que lo hacen parecer prácticamente imbatible?

Tenemos un Presidente que sabe comunicar muy bien y que proyecta cercanía, humildad y austeridad; que sabe crear y manejar símbolos; que satura todo el espacio mediático con una presencia permanente, un ejemplo son las conferencias mañaneras y las giras a los estados de la República.

Un Presidente que pone la agenda, la domina, distrae cuando lo necesita, confunde, enfrenta, polemiza.

Un Presidente comprometido con la justicia social, emocionalmente muy conectado con su base electoral, a la que nutre con apoyos y símbolos que fortalecen la cohesión y la fe en torno a su liderazgo.

Un Presidente que, como señala la experimentada asesora de campañas electorales, Gisela Rubach, no tiene oposición, solo detractores que no han sido capaces de crear una contra-narrativa, que insisten en atacarlo de frente, es decir en el terreno que más le gusta al Presidente porque le permite desplegar su amplio arsenal retórico y afianzar la simpatía de su leal círculo de seguidores.

Sus críticos se olvidan del más sensible Talón de Aquiles que tiene este gobierno: las insuficiencias, los resultados cuestionados, es ahí donde está su mayor debilidad y donde es factible construir y posicionar un discurso alterno que muestre las posibilidades de un camino distinto y mejor para sacar adelante al país.

A pesar de su enorme carisma y recursos retóricos, AMLO enfrenta, de forma simultánea, retos incuestionables.

Hay una creciente concentración de las funciones y las decisiones del aparato de gobierno, y de ahí la conformación de un Gabinete de personajes de bajo perfil -con contadas excepciones- que atienden instrucciones a las áreas que supuestamente tienen bajo su responsabilidad, pero que no tienen exhiben voluntad ni capacidad para cuestionar al Jefe del Ejecutivo ni para generar contrapesos.

AMLO ha decidido -como señala el analista Luis Rubio- explotar el resentimiento social como instrumento de poder. Sirve para ganar elecciones, pero no necesariamemte para gobernar en la pluralidad. López Obrador llegó a la Presidencia con el respaldo de una sociedad harta de los abusos y las desigualdades del pasado, cuenta aún con una enorme reserva de confianza.

Hoy se enfrenta a un dilema: llevar a México hacia un pasado que nadie quiere o convertirse en lo que él mismo había anhelado: en el Presidente que refundó a México sobre la base del desarrollo incluyente y el ejercicio de la legalidad.

Ojalá sea capaz de escuchar otras voces y elegir el camino correcto.