No hay estudio de opinión que no registre a la inseguridad como el problema que más preocupa a los ciudadanos, aún por arriba de la corrupción o la situación económica. Se cumplen 11 años de que el presidente Felipe Calderón decidió declararle la guerra a las bandas del crimen organizado, y hoy estamos peor.

De acuerdo con la organización civil Semáforo Delictivo, en el primer semestre de 2017 se han registrado 12 mil 155 homicidios, 30% más que en el primer semestre del año anterior. Todo apunta a que, de continuar esta tendencia, 2017 será el año más violento desde que se iniciaron las mediciones en 2002, superando, incluso las cifras de 2011, el año más convulso de la administración del presidente Calderón. El homicidio creció en 30 de las 32 entidades federativas del país.

Han fallado todas las estrategias, no importa el color del partido que esté al frente de los distintos gobiernos. El país se pudre en medio de una auténtica epidemia de violencia que alcanza, incluso, a entidades que se consideraban otrora territorios de paz y tranquilidad, como es el caso de nuestro estado.

Todos conocemos historias de algún conocido que se ha enfrentado a situaciones de inseguridad. Por desgracia no son hechos anecdóticos. Son casos que se replican a lo largo y ancho del país, y que indica la severa ruptura que la inseguridad y el temor han provocado en el capital social, que no es otra cosa que esa capacidad de ayudarnos mutuamente para enfrentar una situación que ponga en peligro nuestra integridad humana.

El Estado de derecho, el ejercicio de la legalidad, es el pilar de toda sociedad democrática. La convivencia entre ciudadanos sólo es posible cuando existen una serie de garantías que nos protegen y nos aseguran una relación civilizada con los demás. El problema surge cuando la delincuencia gana terreno a la ley y afecta la vida cotidiana de las personas. En este caso, el gobierno está obligado –por origen, por mandato- a combatir eficazmente el crimen. Sin embargo, todos los indicadores señalan que estamos perdiendo la batalla frente a la inseguridad.

El problema de la violencia y la inseguridad en México está sobrediagnosticado, y las soluciones se han planteado hasta el cansancio. Se necesitan policías más profesionalizadas, honestas y mejor equipadas; esquemas de coordinación más efectivos entre los tres órdenes de gobierno; más inversión en plataformas tecnológicas e inteligencia policial; un sistema de impartición de justicia capaz de capturar, procesar y castigar a los delincuentes y erradicar la impunidad; sistemas penitenciarios que garanticen una auténtica reeducación y no se conviertan en escuelas del crimen; esquemas de reinserción social de los infractores.

Se requiere una intervención institucional en los entornos donde se genera la inseguridad, con programas de carácter preventivo que construyan alternativas de educación, empleo, salud, vivienda digna para los grupos de alto riesgo; hay que rehacer el tejido social y familiar con énfasis en la protección y empoderamiento de mujeres, niños y jóvenes; rehabilitar los espacios públicos –parques, canchas deportivas-, algo que ha olvidado este gobierno, y que se hizo muy bien en los gobiernos del PAN.

El candidato que comprenda este clamor social y que sea capaz de conformar una propuesta sólida, clara, convincente para los ciudadanos, tendrá una importante ventaja comparativa en la competencia por la presidencia en las próximas elecciones. Uno de los ejes centrales de la competencia política por el 2018 será la seguridad. Estamos ansiosos por conocer las propuestas.