No bastaría el espacio de esta columna para documentar la enorme cantidad de casos de corrupción en los gobiernos estatales. La opacidad de los gobernadores, que gozan aún de enormes márgenes de autonomía para utilizar discrecionalmente los recursos públicos, ha lastimado sensiblemente la credibilidad de los ciudadanos en sus autoridades, y es una de las mayores fuentes del “mal humor social” que detectan hoy todas las encuestas en México.

Los gobernadores otorgan contratos de obra pública a cambio de jugosas comisiones, crean empresas fantasma, venden bienes públicos –terrenos fundamentalmente- a socios o familiares, simulan programas sociales, llevan a cabo reasignaciones presupuestarias para canalizar fondos a fines distintos a los autorizados y, en ocasiones, literalmente, se roban el dinero de la arcas públicas. En medio de nuestra crónica debilidad política y legal para controlarlos, los gobernadores han creado un arsenal interminable de artilugios para enriquecerse a costillas de un dinero que, por cierto, proviene de los impuestos que pagamos todos los mexicanos.

Desde hace casi dos décadas se han fortalecido en el Gobierno Federal los mecanismos para prevenir y sancionar estos delitos mediante contralorías internas y controles externos (Auditoría Superior de la Federación). Sin embargo, estos esquemas de control y fiscalización no se reproducen en todos los estados y municipios. En la gran mayoría de las entidades federativas, los gobernadores mantienen un férreo control –a base de dádivas o amenazas- sobre los diputados que conforman los congresos locales, lo que limita la capacidad de los órganos de fiscalización para hacer su tarea. Por si fuera poco, los gobernadores también controlan los institutos locales de acceso a la información y evitan a toda costa las contralorías ciudadanas en las dependencias públicas. Por su parte, los medios de comunicación, que podrían ejercer tareas de vigilancia y denuncia de la corrupción, son convertidos en cómplices vía el pago de publicidad gubernamental.

No existen incentivos para la transparencia porque los gobernadores reciben cada vez más recursos de la Federación, a pesar de que ese dinero no se usa para generar bienes públicos, sino todo lo contrario. No tenemos “dientes” para castigarlos, no existen contrapesos a su indiscutible poder.

De acuerdo con México Evalúa, un organismo de la sociedad civil dedicado al monitoreo de políticas públicas, entre 2000 y 2015 los gobiernos estatales dañaron al erario con desvíos de recursos y gastos sin justificar por 312,000 millones de pesos, cifra que surge de las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) a los gobiernos locales por daño al erario en el uso de recursos federalizados. Veracruz es la entidad que más ha dañado al erario al no poder justificar o comprobar el destino de 46,000 millones de pesos que recibió en el citado periodo.

Estamos ante un llamado de atención a acelerar la construcción del andamiaje institucional que nos permita poner un dique de contención a los abusos de los gobernadores, y de todo funcionario público. Y ese andamiaje depende del Sistema Nacional Anticorrupción, sujeto desgraciadamente a los caprichos de la partidocracia, a la cual no parece correrle ninguna prisa. Los legisladores ya se fueron de vacaciones y dejaron pendiente la designación del Fiscal Anticorrupción. Es claro que sus tiempos, no son los de los ciudadanos, indignados ante el vergonzoso espectáculo de gobernadores ajenos a toda honorabilidad en el ejercicio de sus funciones.

Juan Pardinas, director del Instituto Mexicano para la Competitividad, dice, con justa razón que estamos enfrentando una “epidemia de corrupción” en los gobiernos subnacionales, y abriga esperanzas en que la alternancia política en las entidades federativas permita, de alguna forma, generar mecanismos de sanción hacia los gobernadores salientes como lo estamos viendo en el caso Veracruz. Tenemos que revisar un federalismo que, bajo la divisa de la autonomía, les ha dado a los gobiernos estatales un enorme margen para actuar con absoluta impunidad. Requerimos instituciones fuertes y actuantes, pero también necesitamos reintegrarle al ejercicio de gobernar su nobleza y su visión de servicio.

Decía el político francés, Michel Rocard, que cuando se tiene la alta misión de conducir los asuntos públicos, “hay que aprender a trabajar con el corazón”. Y eso implica una alta dosis de decencia, una cualidad que se ha vuelto extremadamente difícil de encontrar en nuestros gobernadores.