Hay un intenso debate protagonizado por el gobierno federal a través del Secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y un sector importante de analistas financieros y organismos encargados de generar las estadísticas oficiales de desempeño económico, como es el caso del INEGI y el Banco de México, a la que se han sumado diversos observadores internacionales.

El punto de discusión: el pronóstico de crecimiento del PIB para este año. Hacienda había previsto un 3.9%, que defendió con uñas y dientes frente a las claras señales de un “atorón” en la economía. Muy a su pesar, Videgaray acaba de anunciar una corrección del pronóstico a sólo 2.7%.

De acuerdo con la prestigiada revista The Economist, las razones del estancamiento se explican por la lenta recuperación de la economía de Estados Unidos y la caída de los dos pilares de la economía doméstica: las ventas y la construcción, pero también destaca un impacto negativo de la reforma fiscal.

Basta platicar con cualquier mexicano de a pie para percibir el enorme descontento hacia el desempeño económico del arranque del gobierno de Peña Nieto. Éste justificó las nuevas medidas fiscales en función de un ambicioso proyecto de gasto público que habría de dinamizar la inversión privada y la generación de empleos, además de allegarle recursos al Estado para fortalecer los programas antipobreza. Nada de esto ha sucedido.

No vemos los grandes proyectos de infraestructura, se ha reducido drásticamente el poder de compra de los consumidores por la nueva tasa de ISR, el incremento del IVA en zonas fronterizas no ha podido ser compensado, los empresarios están sumamente irritados con el gobierno y piden echar atrás el 10% con que se gravaron los dividendos de las empresas y la reducción de la deducibilidad de prestaciones a trabajadores a 53%; el programa social insignia, la Cruzada contra el Hambre, llega a sólo 7 millones de mexicanos de 23 millones con carencia de acceso a la alimentación.

Las reformas estructurales están entrampadas en los desacuerdos de la partidocracia. La izquierda no tienen incentivos políticos para sentarse a la mesa con Peña Nieto y su partido. El botín electoral de 2015 es demasiado apetitoso: 8 gubernaturas, 500 diputados federales, 490 diputados locales, 882 presidencias municipales. La ambición de poder mata negociación.

Por el lado del PAN, la reelección de Gustavo Madero en la dirigencia nacional abre un espacio de esperanza en la posibilidad de seguir contando con un aliado confiable para cerrar favorablemente el ciclo de las reformas estructurales que ya dijo Luis Videgaray, harán crecer al país al 5%… pero para 2016.

Permítanme recurrir a la historia. Poco antes de las elecciones de 1992 en Estados Unidos, George Bush era considerado imbatible por la mayoría de los analistas políticos debido sobre todo a sus éxitos en política exterior; su popularidad había llegado al 90%, un récord histórico.

En esas circunstancias, James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton, señaló que la acción del gobierno debía enfocarse sobre cuestiones más relacionadas con la vida cotidiana de los ciudadanos y sus necesidades más inmediatas. ¿Cómo derrotar a Bush? Carville pegó un cartel en las oficinas del Partido Demócrata que rezaba “Es la economía, estúpido”.

Aunque se trataba sólo de un recordatorio interno, la frase se convirtió en una especie de eslogan no oficial de la campaña de Clinton que resultó decisivo para modificar la relación de fuerzas, y lograr algo que antes se consideraba imposible: derrotar a Bush. La clave de su triunfo fue enfocar su oferta política al bienestar económico del pueblo norteamericano, a su poder de compra, empleo, seguridad social.

Peña Nieto pidió más recursos a los mexicanos a través del cobro de impuestos adicionales y un mayor endeudamiento público para aplicarlos a mejorar su calidad de vida. Una promesa incumplida hasta ahora. De no mejorar la economía, las consecuencias se verán en el proceso electoral de 2015.